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Mostrando las entradas de marzo, 2013

9 de Diamantes

La carta es un nueve de diamantes. Por el poco uso los bordes permanecen afilados, y los rombos rojos aun brillantes y definidos. Solo algunas huellas dactilares en las puntas y una apenas perceptible curvatura vertical evidencian que alguna vez ha sigo jugado. El nueve, para quien observara la carta por varios minutos, parece más bermellón que rojo escarlata y devuelve la mirada tomándose el mentón en un gesto dubitativo, como emulando a quien lo observara. En cambio la mirada de los rombos es indescifrable: podrían estar mirándolo a uno o al nueve que los corona, podrían estar mirándose entre ellos, o podrían ser ciegos, y solo admirarse a sí mismos en su intachable rectitud. En todo caso su similitud pierde la vista ajena. No son tréboles, puesto que desdeñan las sinuosas curvas de la fortuna, ni son picas, que son el opuesto de los corazones y por lo tanto puro vacío. Son diamantes, encantados de perderse en sí mismos, rectos e infinitos como las líneas posibles que los componen,

El solo ve grises

Hoja en blanco. El perro negro ladra a los hombres vestidos de rojo. Ladra, para quien lo viera en la distancia, a coloridos globos rojos, flotando a algunos pies del suelo, empujados por una perfecta briza invernal. La baba del perro cae sobre el terso césped verde. Las gotas caen espesas y reposan sobre la superficie elástica de la hierba. Algunas de ellas son rápidamente absorbidas y robándole al césped su tinte azulado reflejan el océano en la altura. Saltando de diestra a siniestra el perro no deja de ladrar a aquellos que ahora se internan en un inmenso campo de girasoles. Los girasoles parecen seguirlos con la mirada, formando tres círculos que se desplazan junto a ellos. Asoma el hocico del perro cada vez que intenta saltar sobre los gigantes dorados para no perder de vista los globos. Los hombres se detienen al ingresar en un triángulo de tierra sin girasoles. En medio del triángulo se yergue una columna de marfil blanco, de la misma altura que los girasoles, y sobre ella un

Ciudad Biomecánica

¿Qué pensaría un engranaje al saber que forma parte de la manecilla que marca los minutos para los hombres? Así se sentiría quien entrara a la ciudad biomecánica que imagino. Un riel automático arrastraría los pies inmóviles del observador. Muros de un gris metálico cortarían el cielo en dos, dejando ver sobre ellos una inalterable oscuridad, entre manchones más oscuros de aceite quemado. A nuestra derecha una cinta mecánica arrastraría con trabajo lo que parecieran vagones herrumbrados, tan basta en su extensión que nos figuraríamos una sierpe mecánica inalterable, que surgiera desde nuestras espaldas para perderse en el horizonte. A nuestra izquierda un muro blanco, fértil en grietas que dejarían entrever el ladrillo crudo que lo compondría, una barrera infranqueable si no fuera por las diminutas ventanas de barrotes en cruz que, sucediéndose sin aparente orden, dejarían escapar una luz mortecina producto de la danza del fuego que se agitaría tras ellas. Frente nuestro, advertirí