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Mostrando las entradas de octubre, 2013

SKYWALL II

Subieron la bandera apenas la campana del castillo dejó de sonar. Los Wings tomaron posiciones y los Settlers movieron a resguardo a la agitada población. Corría el año mil quinientos veintiuno [1]  y el muro estaba lejos de estar terminado. Mientras los Wings cargaban los mosquetes intentando mantener la calma el general Wing y el mayor Settler se reunían a minutos de a costa, en las almenas del castillo de Beast, cuyas campanas acababan de sonar por las playas de la Bretaña francesa. Una nueva oleada de espectros chocaba contra el Skywall, mucho antes de lo que habían previsto. Corría el rumor de que la parte del muro de Portugal había cedido y de que los castellanos no tardarían en caer, engrosando las filas infernales hacia los pirineos y el mediterráneo. Los mayores Settlers de aquella región, algunos de los más experimentados, habían enviado por ayuda al norte, y ninguno de los mensajeros que habían mandado con respuestas había regresado. Entre los caídos estaban los dos hijos

La hoja en blanco

La hoja en blanco esta doblada sobre si misma, abrazada a otras. Allí, sobre el escritorio y bajo un cuaderno de notas, espera desnuda. Será la primera de sus hermanas en embarazarse de vidas ajenas, pero la espera la hiere, de allí la necesidad del abrazo.  Inmaculada y devota, su palidísima piel tiembla frente a la idea de tatuarse la palabra de su dios. Tiembla frente a la idea de ser vacío primigenio, de ser el recipiente de otro mundo. Tiembla porque la mano divina ya la ha sostenido, y ella no ha sentido nada. Y sobre todo tiembla porque a pesar de la briza que se filtra en el cuarto, está juntando polvo. 

El techo

El techo amarilleció de humo de cigarrillo. En los cielorrasos se aprecia la gradación del blanco ahumado con el blanco original, y a la vez con el nuevo blanco de las paredes recién pintadas. En las esquinas la perspectiva engaña, y parecieran verse tonos grises, justo allí donde parten las tres líneas que formarían un triángulo imaginario teniendo como base el rostro del observador. A fuerza de apreciaciones estéticas ajenas hace ya décadas que se han cubierto las vigas, pero aun así quien pasa el mayor tiempo bajo ellas continúa imaginándolas sobre su cabeza. Sus ojos intentan ir más allá de la inalterable superficie amarillenta y penetrar la madera, la teja, la noche, el cielo. Como si quisiera, casi obsesivamente, llenar el vacío. Más de una vez se ha alzado la vista hacía ese vacío desde otro: el de la hoja en blanco.

El perchero de pie

El perchero de pie se mantiene obstinadamente firme. Sus tres asimétricos apéndices dejan el tronco en curvas pronunciadas y, a diferentes alturas, se extienden hacía el techo. Al contrario del retoño de pino con cuya madera esta hecho, el perchero ha sido condenado a su adolescencia. A fuerza de barniz y papel de lija se ha limado su individualidad, las asperezas que le darían carácter, y al cercenarle a su materia la meta única de crecer, se lo ha obligado a mirar siempre hacía arriba, a sostener su propio peso sin poder mirarse nunca los pies. La reproductibilidad ha creado otro cadáver cuya única resistencia es mantenerse de pie.

SKYWALL

[ La carta adjunta prometía que ni el mayor Settler, ni el propio Wing, ni nadie había hecho nada por reparar el muro ] [1]  La devolvió con cuidado al sobre y la arrojó al cajón abierto con el resto. Se tomó la cabeza con ambas manos y se miró el reloj. Era el quinto sol de mediodía que lo encontraba hojeando la correspondencia de su bisabuelo sin encontrar respuestas. Cerró el cajón, prendió un cigarrillo y le dio un largo sorbo al café que había olvidado en la otra punta del escritorio. Se levantó a tirar el cigarrillo por la ventana y se dispuso a retomar su puesto. El cigarrillo nunca tocó la arena. El muro Skywall, como lo había bautizado la generación de su bisabuelo, había caído junto con esta. Cinco siglos después los descendientes de aquellos colonizadores todavía se preguntaban cómo habían podido abandonarlo. El nuevo continente resultó ser uno que la humanidad ya conocía, con el que había tenido íntima relación desde su nacimiento, y al que siempre temería. Las pri

El saco

Al saco le falta un botón en el medio del vientre y uno en la manga derecha. Por las arrugas que le surcan el cuello quien lo viste pareciera no preocuparse demasiado por su imagen a pesar de la asiduidad del uso. O bien podría haber comprado recientemente otra prenda que lo reemplazara, explicando así la acumulación de polvo y la arañita muerta bajo la solapa izquierda. Ahorcado allí por el recuerdo, en lo más alto del perchero de pie, durante los días despejados, cuando la luz del mediodía señala que el almuerzo está servido, el saco proyecta su sombra sobre la pared. Más de una vez quien estuviese a punto de levantarse del escritorio vería las espaldas de un hombre triste, mirándose los pies. 

La billetera

La billetera está repleta. El cuero desgastado esta tenso. Varios billetes de cincuenta pesos se agolpan unos contra otros en el compartimiento más amplio, y algunos de veinte, doblados sobre sí mismos, parecieran acomodados para su uso inmediato. Salvo por el dinero no hay mucho más en los compartimientos pequeños: un carnet de conducir, media foto de una mujer, una foto de dos niños pequeños, un anillo de bodas y dos números de teléfono anotados en velocidad sobre un trozo de papel de diario. Abandonada, u olvidada, en el profundo bolsillo de un saco colgado en un perchero de pie, la billetera siente su propio peso y lamenta su vientre hinchado, y el cuero sede, apenas perceptible, con el pasar de las horas.

El cesto de la basura

El cesto de la basura es metálico y cilíndrico. A ras del piso una palanca grisácea a modo de pedal eleva la tapa, y abre de par en par sus desdentadas fauces. Hallándose a la derecha bajo el escritorio, ha sido víctima de sendos puntapiés de piernas en estiramiento. Por ello varias veces se ha negado a abrirse, sufriendo además algún que otro pisotón. Al contrario de la mesita de vidrio, donde los libros revolotean fugazmente, todo lo que va a parar a él se queda en él, perdido en un doble olvido. Los casos más recientes han sido algunas hojas garabateadas, un atado de cigarrillos, varios pañuelos descartables empapados, un anillo de bodas y media foto de una mujer de piernas largas, cuya otra mitad descansa en una billetera.

Medio beso de mujer

Medio beso de mujer descansa en el borde de una copa de whisky, color escarlata. Su otra mitad, el labial que sobrevivió al beso, fue arrancado de los labios con un pañuelo descartable, probablemente frente al espejo, y ahora reposa abollado en el cesto de la basura. A pesar de su tono robusto el beso fue delicado. Apenas un rose piadoso en el cristal. Beso de mejillas animadas y tímido paladar. Beso y sonrisa a la vez. De esos que tirarlos parece un pecado. 

Los vasos

Solo tres de la media docena de vasos de whisky han escapado al polvo, y dos de ellos han sido utilizados no hace demasiado. Uno de los dos tiene marcado medio beso de mujer, y su huida apresurada fuera del modular, desde el fondo del estante, ha dejado desgarrada la superficie polvorienta. El otro reluce a pesar de las manchas de agua. Pareciera que lo han refregado a más no poder. La base de los vasos es gruesa y circular, del tamaño ideal para sostenerse cómodamente en la mano y a la vez mantener el frío de la bebida. Aun así su falta de altura hace que en ocasiones alguna gota alcance la libertad. Vasos diseñados para beber sin apuro, solo los decora una línea plateada apenas por sobre la base, que debiera marcar la altura de una medida, y que ha sido transgredida demasiadas veces. En tales ocasiones, como el hielo al whisky, quien quisiera enfriarse sería el bebedor.