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Mostrando las entradas de junio, 2013

2 a 0

José Villareal fue el primero en salir de los vestuarios. Desde la tribuna baja pude ser que tenía los ojos empañados. El segundo gol lo había golpeado como un pelotazo en la jeta, pero el negro, orgulloso como él solo, salía a pique a poner la otra mejilla. Atrás salió el Perico Ojeda, secándose la nariz con la camiseta, pero el que me destrozó fue Rodriguito Astudillo, el pibe, el último en salir, empapado y tembleque, como si, obligado, se mandara a un paredón de fusilamiento. Yo, un tipo en sus cincuentas, ya panzón de vino, guisos y glorias pasadas, que había visto pasar docenas de jugadores por Talleres de Córdoba, había estado en todos los dopartis de Primera, y que más de una vez había salido del estadio cagado a palos por callar a algún bolita, me estaba llorando la vida. Menos mal que no llevé a Martincito, mi pibe más chico. Y largaron la bocha cuando sonó el silbato de entretiempo: la tocó Perico, el Goma, Perico, pase largo a Villareal hasta el área… y la mandó a la m

C'est le venin

      La arrojó contra la única mesa de la oficina y le dobló los brazos, presionándolos contra su espalda. Los gritos ahogados por sus gruesas manos fueron suficientes para que ignorara los pesados pasos que se aproximaban, muy a la distancia. La puerta estaba trabada con una barreta y las ventanas tapiadas, por lo que, finalmente solos, nadie podría socorrer a la pequeña Chloé. Haciendo presión contra los maxilares consiguió abrirle la boca, e introduciendo el dedo índice y luego tirando le inmovilizó la cabeza contra la madera vieja. Con la otra mano había asido ambos brazos, impotentes frente a aquella mano acostumbrada a tomar por la fuerza. Apoyó todo su peso sobre ella, olió su cabello rojizo y comenzó a mover la cadera, haciéndole sentir a la joven toda su potencia masculina contra sus blanquísimos muslos vestidos de jeans. Lagrimas comenzaban a fluir cuando le quito el dedo de la boca y, presionándola aún más para que no pudiera moverse, tomó una miniatura en bronce de la tor

l'art du déplacement

Propongo otra onírica teogonía, menos trágica y más fecunda en color y movimiento: tres sombras saltando en algún punto del vacío. Provienen del afuera a pesar de que siempre estuvieron allí, y son el retorno de sí mismas aunque nunca hayan existido. Saltan una al lado de la otra, cada una en el espacio que ocupan sus oscuros pies, que son lo único que se percibe contra el fondo negro. Esos pies que son principio sienten calor en las plantas. Sienten la fricción del suelo que todavía no es, y la ejercitación de sus minúsculos e impulsivos músculos las alienta a seguir saltando. Al saltar van adquiriendo materialidad: primero tobillos, delgados cimientos de esos dioses, luego pantorrillas, robustas de sangre de sombras, luego muslos, firmes depositarios del destino, y luego caderas, los oscuros pesebres de los niños no nacidos. Con cada salto crece el cuerpo y a la altura del pecho se oye el primer sonido: comienzan a percibir sus propias respiraciones. Los torsos saltarines se sacud

Coma

Nadie la impulsaba. La camilla avanzaba lentamente, como por inercia. Al inclinar la cabeza desde su posición de reposo confirmó que las paredes estaban cubiertas con el mismo tipo de azulejo blanco que cubría el techo. Sin fuerzas para incorporarse intentó verse los pies y solo vio luz blanca. Entonces oyó una voz a su izquierda y giró la cabeza nuevamente. Una anciana palidísima con la cabeza cubierta de intravenosas de un rojo brillante le devolvió la vista y le dijo que le iban a quitar algo. Él le gritó que no gritara. En un parpadeo la anciana se trasformó en un puñado de brazas que le cayeron en el costado izquierdo. No tenía fuerza para gritar, así que lloró. Al abrir los ojos tras presionarlos fuertemente se encontró sentado en otra camilla. Levantó la vista de sus rodillas y vio que se hallaba en un mundo blanco. No había nada en el horizonte, si es que había horizonte, puesto que no había nada sobre él. La tierra toda era de un blanco inalterable. A su lado había una seri