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Mostrando las entradas de septiembre, 2013

El modular

El modular perteneció a un famoso pintor que en cierto momento de su vida no tuvo más remedio que vendérselo a un amigo. Este, en un gesto de piedad hacia un desafortunado, lo compro por el doble del precio que le solicitaron. Dicho pintor sería uno de los pocos que periódicamente visitaran esa habitación, dispuesto a compartir una sonrisa y a alzar un vaso para mojarse los labios, siempre con la mano izquierda. De madera suave y clara, el modular es tan ancho que ocupa la mitad de la pared sobre la que esta apoyado. Sin demasiadas divisiones en pos de ser espacioso tiene, en la parte superior, tres estantes horizontales, cubiertos por dos puertitas de vidrio. La parte inferior la componen otras dos divisiones interiores, bajo las anteriores pero más reducidas y altas, y una serie de cuatro cajones a la derecha. No cuesta demasiado inferir, por el colorido que se transluce a través de las puertitas, que en sus intrincadas entrañas guarda toda clase de memorias. 

El espejo

El espejo esta hambriento de rostros. Es rectangular y alargado, perfecto para medir el estiramiento de una camisa sobre un vientre abultado. El marco lo conforman cuatro delgadas varillas plateadas, que combinan con las manijas de los cajones del escritorio y el modular. Poco llamativas a la vista lo hacen pasar desapercibido, como si a su propietario no le gustara demasiado apreciarse. A pesar de ello, el espejo ha atestiguado éxodos y repoblamientos de rostros barbados, el corrimiento continental de la línea de cabello retrocediendo y ampliando la frente, y la lenta formación de surcos bajo aquellos ojos que siempre se negaron a cerrarse.   A un lado de la puerta de entrada, el espejo queda tapado cuando esta se abre, lo que parece una deliberada falla en su locación. Quien sale de la habitación casi siempre se sorprende devolviéndose la mirada, y suspira. 

La mesita de vidrio

La mesita de vidrio es más pesada de lo que parece. El vidrio circular, encastrado en un círculo de madera de una pieza, es grueso y resistente. Ha soportado tanto pies descalzos como talones vestidos de cuerina. Tan resistente que, como un diminuto Atlas, ha soportado la ida y venida de cientos de libros, que juntos formaran otro mundo en otra mente, y nunca se ha doblegado.   A la vez ha ponderado sus pesos sobre sus hombros, el volumen de los volúmenes, y ha sentido la seductora dureza de sus lomos y la vista dura de quien midiera sus valores. Como frente a un diminuto Minos, pocos de los libros que reposan en las bibliotecas han escapado a su etéreo dictamen, o comprendido su función escrutadora. Solo quizás el espejo, al otro lado de la habitación, ha tenido la misma función, pero en su caso midiendo el valor que la mirada se ha dado a sí misma. Cual un diminuto Delfos. 

El sillón

El sillón, de desvencijado cuero marrón, tiene un hermano. Ambos comparten la diestra del escritorio, uno frente al otro, con una mesita de vidrio redonda entre ellos. Y a pesar de la proximidad sus rostros han cambiado más allá del reconocimiento. El segundo, aparentemente destinado a las visitas, mantiene un cuero brillante y tenso, todos sus botones, y el almohadón del asiento mullido y aireado. Daría la impresión de que es nuevo o ha sido utilizado a penas, o se lo ha acondicionado con la esperanza de huéspedes que nunca llegaron. El primero, por el contrario, delata haber sido víctima de siestas incomodas, transpiraciones de verano y reiterados vasos húmedos en el apoyabrazos. El peso de horas de lectura y de piernas caprichosamente estiradas sobre la mesita de vidrio han hundido el almohadón en el borde. Aquel que dejara la silla del escritorio para perderse en la lectura, como cediendo el mando de una nave que se hunde, tardaría demasiado en darse cuenta de que la terquedad n

Las bibliotecas

Las bibliotecas están repletas. Acurrucadas unas con otras ocupan dos paredes completas, con tantos libros en ellas que se necesitarían varios años para leerlos todos. Algunas son de un metal grisáceo, frío y brillante, otras de madera pulida y de estantes tan delgados que sorprende el peso que soportan. Un tercer tipo de biblioteca se halla empotrada en la pared a la izquierda, junto al sillón. Es de roble negro, mucho más opulenta que sus hermanas, y de delicada fabrica a pesar de que los estantes superiores se han encorvado levemente. No podría decirse si su adquisición es anterior o posterior a las otras, puesto que no hay rastros de polvo en ninguna de ellas, y todas comparten volúmenes que dejan entrever hojas amarillentas, indistintamente. Aun así la predilección es clara. El empotrado y la ubicación denuncian la importancia de esa biblioteca en particular o de su contenido, o de ambos. Entre los títulos de la sección media de la biblioteca negra los lomos dictan, azarosame

La alfombra

La alfombra del piso ya apenas cumplía lo que había sido su función primera: aligerar los pies sobre ella. Quien detuviera la oreja contra ella intentando escuchar los quehaceres del piso de abajo notaria, desde ese ángulo, los surcos delatores, trazados desde las bibliotecas hasta el escritorio, del escritorio al sillón, y del sillón a las bibliotecas. Catadora de una docena de whiskys, pero con mayor predilección de uno en particular, la alfombra borracha ha servido de resorte a incontable bollos de papel.  La tierra de zapatos ajenos le ha sido aspirada mensualmente para mantener su beige en condiciones, pero más allá de ello, nadie le ha dado demasiada atención a su existencia. Como todo lo bajo, ha permanecido fuera del alcance de quien sufriera de la cintura y a la vez careciera del capital para emplear a alguien que se acordara de ella. Por ello nadie la ha escuchado lamentarse, cada vez que un par de pies extraños vestidos con stilettos han arañado su torso obstinado. 

La pared

La pared ha mudado de color no hace demasiado. La falta de una segunda mano y las imperfecciones en los zócalos delatan que ha sido pintada apresuradamente y sin demasiado esmero. Testimonio de ello son algunas gotas que han ido a parar a la alfombra, víctimas de un rodillo estrangulado. La pared tiene cuatro caras (siete si se cuenta donde se halla empotrada una de las bibliotecas), sin contar la que refleja el espejo. Todas ellas fueron la placenta donde día a día creció un oficio, o donde creció hasta comenzar a declinar, como las finas grietas de las paredes aun sin pintar demostraban. Grietas hechas a fuerza de murmullos incansables, andares meditabundos, libros voladores, y sobre todo, respiraciones agitadas. Tampoco sería aquel el primer hijo de aquella habitación que guardara secretos a quienes se movieran fuera de ella, siendo incluso más vieja que los arboles con los que se había hecho el escritorio en el cual los secretos se forjaron.

La ventana

La ventana tiembla cuando el viento acaricia sus grandes ventanales. Testaruda se resiste con prontitud y el aire frío pasa contra el alféizar, silbando esforzadamente, para perderse en la atmósfera encerrada. Las líneas verticales que traza recorren la pared, casi, de norte a sur. Dicha pared la abraza, la rodea, la contiene, y a pesar de que esta ha mudado sus tintes con los años, siempre han sido buenas amigas. La ventana es antigua, acostumbrada tanto a la frialdad foránea como al calor interno, y al reconocimiento a través de quien mira junto a ella la lejanía, como al de quien reconoce el mal tiempo solo con el aliento. Ha soportado numerosísimas lluvias a pesar de estar hecha de arena, y ha enarbolado orgullosa huellas de dedos de niños, pero en una esquina, una cicatriz gris delata que ha sido demasiado dura con un pajarillo.