José Villareal fue el primero en salir de los vestuarios. Desde la tribuna baja pude ser que tenía los ojos empañados. El segundo gol lo había golpeado como un pelotazo en la jeta, pero el negro, orgulloso como él solo, salía a pique a poner la otra mejilla. Atrás salió el Perico Ojeda, secándose la nariz con la camiseta, pero el que me destrozó fue Rodriguito Astudillo, el pibe, el último en salir, empapado y tembleque, como si, obligado, se mandara a un paredón de fusilamiento. Yo, un tipo en sus cincuentas, ya panzón de vino, guisos y glorias pasadas, que había visto pasar docenas de jugadores por Talleres de Córdoba, había estado en todos los dopartis de Primera, y que más de una vez había salido del estadio cagado a palos por callar a algún bolita, me estaba llorando la vida. Menos mal que no llevé a Martincito, mi pibe más chico. Y largaron la bocha cuando sonó el silbato de entretiempo: la tocó Perico, el Goma, Perico, pase largo a Villareal hasta el área… y la mandó a la m...