La
arrojó contra la única mesa de la oficina y le dobló los brazos, presionándolos
contra su espalda. Los gritos ahogados por sus gruesas manos fueron suficientes
para que ignorara los pesados pasos que se aproximaban, muy a la distancia. La
puerta estaba trabada con una barreta y las ventanas tapiadas, por lo que,
finalmente solos, nadie podría socorrer a la pequeña Chloé. Haciendo presión
contra los maxilares consiguió abrirle la boca, e introduciendo el dedo índice
y luego tirando le inmovilizó la cabeza contra la madera vieja. Con la otra
mano había asido ambos brazos, impotentes frente a aquella mano acostumbrada a
tomar por la fuerza. Apoyó todo su peso sobre ella, olió su cabello rojizo y
comenzó a mover la cadera, haciéndole sentir a la joven toda su potencia
masculina contra sus blanquísimos muslos vestidos de jeans. Lagrimas comenzaban
a fluir cuando le quito el dedo de la boca y, presionándola aún más para que no
pudiera moverse, tomó una miniatura en bronce de la torre Eiffel, tirada a sus
pies. La puso sobre el escritorio, para que Chloé pudiera verla, y le tomó con
fuerza el pelo de la nuca. La mano que le sostenía los brazos los tiró hacía atrás,
y la espalda se arqueó. Chloé gritó con todas su fuerzas, no había nadie para
oírla. Lo único que ganó fue un fuertísimo puñetazo en el costado del su
nervioso asaltante. La mano que le sujetaba el cabello tiró hacía atrás, hasta
que la espalda se curvo lo suficiente como para que la otra mano le sujetara
ambos brazos y el cabello. Entonces la mano libre, a fuerza de puñetazos en las
costillas, tomó la torre Eiffel y consiguió metérsela en la boca, y no dejó de presionarla
en su garganta hasta que brotó sangre. Chloé estaba lista para desmayarse
cuando descubrió que aun podía respirar por la porosidad de la intrincada
estatuilla. Para su horror, la mano libre comenzó a manosearle los senos. La
pelvis del asaltante ahora se movía de arriba hacia abajo, disfrutando entre suspiros
de dientes carcomidos los restos de resistencia. No dejó de apretarle el seno
derecho hasta que se cercioró de que le estaba haciendo daño, puesto que no
había demasiada piel a la que aferrarse, y entonces comenzó a bajarle el jeans.
El viejo chaleco de cuero de la chica comenzaba a teñirse de rojo. Se oyeron vidrios
rompiéndose en la distancia. El salvaje se palpó el cinturón para tomar su revólver,
y tras mover el percutor se detuvo en seco y escuchó. Chloé alzó la cabeza y
aulló lo mejor que pudo. Recibió un cachetazo en la nuca que le dolió como el
infierno. El salvaje tiró todo su peso sobre ella y presionó el revólver contra
su cabeza. Al pasar los segundos se fue incorporando con lentitud, frotando su
hombría contra la piel ahora desnuda. Dejó el arma sobre el escritorio y tirón
tras tirón consiguió destrozar el precario cierre y bajarle el jean por sobre
los muslos. Manoseo la aureola de su ano con sus dedos gruesos como el cañón de
su arma. Notó la sangre y pasó la mano por la garganta abultada de la niña,
para usarla como lubricante. Introdujo sin esperar el meñique en su trasero, lo
que hizo que la chica se arqueara con suma violencia. Disfrutando de las
renovadas energías lo hizo entrar y salir varias veces, en cada ocasión con
mayor profundidad. Lo sacó, lo chupó y se bajó rápidamente el pantalón.
Entonces la puerta de la oficina cedió a la embestida del zombi más grande que
el tipo hubiese visto en su vida.
El
salvaje cayó de costado, al tener las piernas trabadas con los pantalones, y al
instante estaba forcejeando con el enorme zombi que se le había ido encima. Chloé
se había arrastrado por sobre la mesa, como un animalillo herido, y se había
arrojado contra el rincón más apartado de la puerta, entre gárgaras de sangre,
subiéndose desesperadamente los jeans. El monstruo en cuestión, plagado de
tajos supurantes, con la mitad del cuerpo carcomido hasta los músculos y la
mayoría de sus órganos colgándole del vientre abierto, los había emboscado, y
estaba despellejándole a fuerza de retorcijones y arañazos el brazo al salvaje,
que sosteniéndolo del resbaladizo cuello intentaba detenerlo. Gritaba como si
todo su sistema nervioso soportara un dolor insoportable. Apenas respirando la
niña vio como la bestia alcanzaba a morder, y se llevaba con ella la carne del
salvaje, hasta el hueso, y como la sangre escapaba por su mandíbula destrozada.
Con una brusca arcada sintió como la miniatura le cortaba por dentro, y cuando
el zombi dio un zarpazo que alcanzó la carne tierna del rostro del salvaje,
otra la desatoró completamente, y la sostuvo entre sus manos manchadas con
sangre nueva. El ruido alertó a la bestia, la cual pareció observarla por una
fracción de segundo con sus ojos ciegos, para volver inmediatamente al forcejeo
que el salvaje estaba condenado a perder. Cuando reaccionó y corrió a buscar el
revólver la bestia había llegado al cuello. La arteria aorta explotó y la
presión hizo el resto. Estaba empapada en sangre cuando oyó romperse los huesos
de la medula, y tanteando encontró el arma, volviendo a tirarse hacía la
esquina, para descubrir que una vez que el salvaje dejó de moverse los ojos ciegos
le devolvieron la mirada. Apretó varias veces seguidas el gatillo pero el único
disparo que salió de la pistola fue a parar al techo y, con el seguro puesto,
no sirvió de nada cuando el zombi saltó sobre el escritorio hacia ella. La
embestida le desgarró la parte derecha del rostro, a la vez que destrozó la
ventana tapiada que tenía a sus espaldas y la empujo, justo con el zombi, hacía
el exterior. Cayeron ambos desde el primer piso, la niña sobre un auto y el
zombi, como un felino, sobre el suelo. Tras escuchar disparos la niña perdió la
conciencia.
La
recuperó algunas horas después, con una fiebre terrible. Había llorado dormida,
la garganta y el rostro le quemaban terriblemente. Estaba sola, atada a una
cama, y en una habitación que no conocía. Intentó gritar y sintió como si la
cabeza le estallara. Salió solo un alarido. Volvió a quedar inconsciente.
Despertó
cuando una mujer intentó desvestirla, se retorció y dio patadas a más no poder.
Una puntada en las costillas la hiso doblarse sobre sí misma. La mujer le dijo
que se tranquilizara. Estaban en un lugar seguro. Tenía que descansar, y
explicarle que le había pasado. La niña no movió un pelo. La mujer le preguntó
si estaba con alguien, le dijo que la habían salvado del zombi saltador después
de que cayeron por la ventana. Le dijo que su nombre era Zoé. La niña la miró,
y se dio cuenta de que solo veía de un ojo, le costaba enfocar ese rostro
extraño. Su expresión alerta y crispada de dolor dejó entrever una tristeza que
conmovió a la mujer. Esta le explicó que la habían curado lo mejor que habían
podido con lo poco que tenían y que no se preocupara, que todo estaba bien.
Cuando quiso acercarse Chloé se alejó, y tironeó de los cintos que la retenían
contra la cama, intentando en vano hacer funcionar sus destrozadas cuerdas
vocales. La mujer se fue de la habitación cabizbaja, escuchándose al salir como
cerraba la puerta con llave. Ambas sabían que después de lo vivido nada
aseguraba que no se transformara en una bestia, o en una salvaje.
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