Se subió al colectivo con suma pesadumbre. No había llegado a tomar el anterior porque lo había visto salir a mitad de cuadra, porque estaba borracho, y porque la embriagues le había impedido acelerar el paso. El calor de múltiples respiraciones humanas lo envolvió rápidamente. Pasó la tarjebus haciendo un esfuerzo sobrehumano para restablecer momentáneamente su coordinación mano-ojo y se arrastró al único asiento vacío que quedaba, mientras una de las cejas del colectivero se alzaba en la penumbra de la cabina. Intentó mantenerse derecho para apaciguar el mareo y pispeó, automáticamente, a quienes lo rodeaban: la mayoría eran ancianos que murmuraban entre ellos, o iban peleando o perdidos contra el sueño. Relajándose estiró las piernas. Se dio cuenta de que esto le hacía perder el equilibrio y volvió a flexionarlas. Advirtió que se había meado una zapatilla. Arrastró el pie meado contra el piso sin darle demasiada importancia y sintió como el colectivo desaceleraba. Se abrió la...