El humo del cigarrillo empaña la vista cuando se lo sostiene entre los labios. Las diminutas partículas resultantes de la combustión se esfuman al instante, como sabiendo que no deberían estar allí. Ese fuego que es todos los fuegos acaricia su rostro y la imperceptible succión que se aplica al filtro es suficiente para encender su anaranjado rostro. El finísimo papel del que está hecho se quema en elipses, como un diminuto volcán que girara sobre sí mismo. Se arropa entre los dedos de quien lo consume, dedos que de alguna forma pretenden hacerlo pasar por la joya de la corona del sexo femenino. Y la operación se repite: se lo excita, se lo consume, se lo desecha cuando el fuego que lo desgarraba desde su interior se ha perdido. Incluso hay quienes, una vez consumida su fina tez blanca y aún encorvado y retorcido, lo refriegan sobre el lecho de cenizas y cerámica que será su tumba. Como quien excitara el seno femenino, en pleno acto copulatorio...