El humo
del cigarrillo empaña la vista cuando se lo sostiene entre los labios. Las
diminutas partículas resultantes de la combustión se esfuman al instante, como
sabiendo que no deberían estar allí. Ese fuego que es todos los fuegos acaricia
su rostro y la imperceptible succión que se aplica al filtro es suficiente para
encender su anaranjado rostro. El finísimo papel del que está hecho se quema en
elipses, como un diminuto volcán que girara sobre sí mismo. Se arropa entre los
dedos de quien lo consume, dedos que de alguna forma pretenden hacerlo pasar
por la joya de la corona del sexo femenino.
Y la
operación se repite: se lo excita, se lo consume, se lo desecha cuando el fuego
que lo desgarraba desde su interior se ha perdido. Incluso hay quienes, una vez
consumida su fina tez blanca y aún encorvado y retorcido, lo refriegan sobre el
lecho de cenizas y cerámica que será su tumba. Como quien excitara el seno
femenino, en pleno acto copulatorio, entre la expectativa de alcanzar el clímax
propio y el ajeno. El humo de cigarrillo tiene más de sexual de lo que
imaginamos.
To Dylan Thomas, the bluffer. Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn. Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.
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