El humo
del cigarrillo empaña la vista cuando se lo sostiene entre los labios. Las
diminutas partículas resultantes de la combustión se esfuman al instante, como
sabiendo que no deberían estar allí. Ese fuego que es todos los fuegos acaricia
su rostro y la imperceptible succión que se aplica al filtro es suficiente para
encender su anaranjado rostro. El finísimo papel del que está hecho se quema en
elipses, como un diminuto volcán que girara sobre sí mismo. Se arropa entre los
dedos de quien lo consume, dedos que de alguna forma pretenden hacerlo pasar
por la joya de la corona del sexo femenino.
Y la
operación se repite: se lo excita, se lo consume, se lo desecha cuando el fuego
que lo desgarraba desde su interior se ha perdido. Incluso hay quienes, una vez
consumida su fina tez blanca y aún encorvado y retorcido, lo refriegan sobre el
lecho de cenizas y cerámica que será su tumba. Como quien excitara el seno
femenino, en pleno acto copulatorio, entre la expectativa de alcanzar el clímax
propio y el ajeno. El humo de cigarrillo tiene más de sexual de lo que
imaginamos.
To young Mark. Always with one hand ocuppied. Children of thirty two try to tell me what is a good cigar and what isn’t. Me, who never learned to smoke, but always smoked; me, who came into the world asking for a light. Me, who when asked by a waitress about the kind of beer I would prefer, sweet, sour, toasted or fruity, always respond: cold. Me, who began going out when I was seven. Me, that have lived four hundred and fifty six weekends without throwing up once. Me, who stole my parent’s condoms right after my last brother was conceived. Me, who came from the uterus dancing and when the nurses left the room, lighted a ciggy.
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