La
tía tenía la singular costumbre de ponerse desodorante en el cabello. Decía que
el perfume era un invento francés para sacarles dinero a los ricos mugrientos y
que a la vez la astringencia de la marca en particular que usaba le permitía
domar su cabello de puercoespín. Probablemente tenía razón. Su trabajo de
actriz la había transformado en la fantasía de muchos, pues no había un solo
hombre bien despierto en toda la costa oeste que no deseara su mano en
matrimonio.
Cuando
terminó de peinarse, con el gesto autónomo de siempre, su cabello enrulado
brilló en el espejo, y no pude más que dedicarle una sonrisa. Tras torcer la
cabeza como si intentara constatar la dinámica de sus bucles sobre su pálido
rostro estuvimos listas para ser vistas en sociedad. Dejamos el caserío por la
puerta trasera, pasamos junto a la olímpica piscina, saludamos al ejército de
paisajistas que trabajaban en el nuevo invernadero y nos despedimos de Lucy,
cuyo collar con cencerro no cesaba de sonar atado a su grueso cuello de ligre.
El
en camino a su tienda de ropa predilecta me contó sobre sus amoríos del último
semestre: uno había sido un paracaidista ruso, bien dotado y rubio como un
león, pero con la desesperanzadora tendencia a caer en los terribles encantos
del vodka de mala calidad. El otro era una estrella de rock que estaba pasando
por uno de esos momentos de autodescubrimiento que tanto le gustaban, pero que
la había dejado por una japonesa todavía más “espiritual” que ella, una tal
Yoko.
Me
explicó entonces que los hombres eran como chinches, como astillas, o como
navajas, con las que una tenía que herirse para recordarse cuan fuerte era, y
mientras lo decía no había un solo indicio de reproche en su voz, sino todo lo
contrario. Los hombres eran como su pelo, pensé mientras se probaba una blusa,
con alcohol, paciencia y teatralidad el más duro cedería, como un bucle cuya
única resistencia es ser hermoso.
La
compra fue una blusa carmesí y una pollera corta de animal print que la hacía
parecer un trozo de carne en las garras de Lucy. De repente tuve unas ganas
inmensas de comer una hamburguesa en uno de esos restaurantes modernos, pero lo
único con lo que me encontré fue con una contundente negativa. El precio de la
fama, supe algunos meses después, era un hambre insaciable, un hambre de
hambres, un espejo torcido, una cuerda tensísima, y una cabellera perfumada de
vainilla que todos menos uno mismo podían oler.
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