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60s

   La tía tenía la singular costumbre de ponerse desodorante en el cabello. Decía que el perfume era un invento francés para sacarles dinero a los ricos mugrientos y que a la vez la astringencia de la marca en particular que usaba le permitía domar su cabello de puercoespín. Probablemente tenía razón. Su trabajo de actriz la había transformado en la fantasía de muchos, pues no había un solo hombre bien despierto en toda la costa oeste que no deseara su mano en matrimonio.
   Cuando terminó de peinarse, con el gesto autónomo de siempre, su cabello enrulado brilló en el espejo, y no pude más que dedicarle una sonrisa. Tras torcer la cabeza como si intentara constatar la dinámica de sus bucles sobre su pálido rostro estuvimos listas para ser vistas en sociedad. Dejamos el caserío por la puerta trasera, pasamos junto a la olímpica piscina, saludamos al ejército de paisajistas que trabajaban en el nuevo invernadero y nos despedimos de Lucy, cuyo collar con cencerro no cesaba de sonar atado a su grueso cuello de ligre.
   El en camino a su tienda de ropa predilecta me contó sobre sus amoríos del último semestre: uno había sido un paracaidista ruso, bien dotado y rubio como un león, pero con la desesperanzadora tendencia a caer en los terribles encantos del vodka de mala calidad. El otro era una estrella de rock que estaba pasando por uno de esos momentos de autodescubrimiento que tanto le gustaban, pero que la había dejado por una japonesa todavía más “espiritual” que ella, una tal Yoko.
   Me explicó entonces que los hombres eran como chinches, como astillas, o como navajas, con las que una tenía que herirse para recordarse cuan fuerte era, y mientras lo decía no había un solo indicio de reproche en su voz, sino todo lo contrario. Los hombres eran como su pelo, pensé mientras se probaba una blusa, con alcohol, paciencia y teatralidad el más duro cedería, como un bucle cuya única resistencia es ser hermoso.
   La compra fue una blusa carmesí y una pollera corta de animal print que la hacía parecer un trozo de carne en las garras de Lucy. De repente tuve unas ganas inmensas de comer una hamburguesa en uno de esos restaurantes modernos, pero lo único con lo que me encontré fue con una contundente negativa. El precio de la fama, supe algunos meses después, era un hambre insaciable, un hambre de hambres, un espejo torcido, una cuerda tensísima, y una cabellera perfumada de vainilla que todos menos uno mismo podían oler. 

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