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LII

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Con facilidad me aburro de la vida. Cual Aulë, el Herrero (J.R.R Tolkien, 1977, El Silmarillon), quien al no poder esperar la llegada de los primeros nacidos, creó la dura raza de los enanos, y cuando debió deshacerse de ellos le pesó como si fueran hijos de su sangre, compadeciendo a Ilúvatar. Yo tampoco puedo deshacerme de mis hijos, pero tampoco puedo detener mis impulsos creativos. En mil ocasiones mi alma no puedo reposar porque mi mente continuaba ideando. Soy un escritor mediocre ahogado en sus propios proyectos (Cristian Cousseau, 2007, El Linaje Divino). Que mas seductor que un cuaderno cuyas paginas aún vírgenes se exhiban sin pudor, delatando la inmensidad de universos que pueden gestar, y tan solo pidiendo a cambio devoción. Es una maldición. Como buscar la materialización indiscutible de la perfección. En la vida de mis obras me es vedada la grandeza de su muerte, su final. Ninguna quiere por mi mano morir. Y tan onda es mi devoción, que dejo de pensarlas, y al comenzar a sentirlas, no puedo obligarlas a concluir su ciclo. Mi hecatombe sucede más en mi mente que en la hoja. Es un sacrificio luchar contra el olvido de las ideas, más aún que el plasmarlas como fueron pensadas, aunque también terrible me sea. Será una vez mas que amo la idea porque es perfecta en si misma. Se pensará que sufro más de lo que gozo con esta empresa. En este momento no podría responderlo. ¡Temer blancas páginas a mi pluma lujuriosa! Pero no he de engañarme, cual el trabajo de un artesano, el del mismo Aulë, mi puño no despilfarra palabras en vano, y mi arte es histéricamente meticuloso. Amo la obra extensa, pues nos obliga a vivir la historia, pero ha de ser su calidad exquisita para merecer la nomina de “obra”. Tengo el tiempo, tengo las herramientas, tengo un motor ambicioso y joven, adquiero poco a poco el conocimiento, mis dedos se deslizan sobre las hojas desnudas…
Pero este anhelo de vida…

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