Tras
posarse unos instantes sobre el hombro de la enorme estatua de bronce el diente
de león cae en espirales. Un niño lo observa ensimismado, desatendiendo el
helado de frutilla que poco a poco se calienta en su mano. Espera que el diente
de león vaya hacia él, puesto que no puede perseguirlo. Tras la barandilla
sobre la que observa, apenas más baja que él, el vacío se le interpone. La
estatua, aunque a su misma altura, parece flotar en el aire sostenida por una
delgada columna que se pierde en la distancia, mucho más abajo que las nubes
más altas. El suelo bajo los pies del niño también flota en la altura, inmóvil.
El diente de león planea débilmente sobre la base de la estatua y amenaza con
caer hacía las nubes, pero no lo hace. Un pequeño dirigible pasa tras la
estatua, silencioso en su avance, y se pierde nuevamente en la lejanía celeste.
El niño vuelve la atención al diente de león y lo encuentra a pocos palmos de
la barandilla. Estira su mano libre para tomarlo y sin querer deja caer su
helado. Allá abajo algún otro niño llorara lágrimas rosas por no poder alcanzar
a sus ídolos. Al abrir la mano advierte que el diente de león se ha aplastado,
pero aun así acude rápidamente a mostrárselo a su madre.
To young Mark. Always with one hand ocuppied. Children of thirty two try to tell me what is a good cigar and what isn’t. Me, who never learned to smoke, but always smoked; me, who came into the world asking for a light. Me, who when asked by a waitress about the kind of beer I would prefer, sweet, sour, toasted or fruity, always respond: cold. Me, who began going out when I was seven. Me, that have lived four hundred and fifty six weekends without throwing up once. Me, who stole my parent’s condoms right after my last brother was conceived. Me, who came from the uterus dancing and when the nurses left the room, lighted a ciggy.
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