El escritorio nunca había sido movido. En su vida anterior la mole de madera de roble barnizado había sido parte de una multitud numerosísima, mucho más numerosa que las cuatro patas que ahora sostenían desde las esquinas su cuerpo rectangular. Aun así, aislado de su pasado a la fuerza, reflejaba en su terso lomo la poca luz de los amaneceres que se filtraban por la ventana. Ese mismo lomo había tenido que sostener el peso de cientos y cientos de libros, de cientos y cientos de frases leídas en voz alta y de incontables rasguños en hojas palidísimas, que nunca durarían demasiado en el mismo lugar. De espaldas a esa misma ventana, de la cual robara su único brillo, sus cajones adornados con manijas de plata guardarían los secretos forjados en el fuego de la superficie. Y aún más profundo, en su vientre teñido de amarillo por el humo del tabaco, vientre por lo tanto débil al paso del tiempo y suavizado por la respiración de la madera, dibujos con fibrones de colores recuerdan otra ...