Anton tenía la no tan extraña costumbre de
ser sonámbulo tres veces a la semana. Ese lunes en especial calló en un
profundísimo sueño que lo llevó a lugares a los que nunca hubiese ido, ni en
sueño ni en vigilia. Tras dormirse se vio a sí mismo en una enorme planicie,
presumiblemente americana, colmada de extensísimas plantaciones de maíz.
Levantó atento la vista y se incorporó de su posición de reposo en lo que
parecía un caminito de piedra, lo suficientemente estrecho como para que su
cuerpo de niño tocara ambos márgenes. Para su sorpresa la piedra gris contra la
que presionó ambas manos para levantarse era suave como un colchón de plumas.
Tras pararse se frotó el pecho y comenzó a andar el sendero plateado. El sol a
sus espaldas proyectaba frente a él una sombra que se perdía en el horizonte,
siguiendo, elástica, las curvas del camino. Hizo algunos pasos apreciando las
plantaciones a ambos lados, y sintiendo como el suelo cobraba solides con cada
paso que daba. Entonces chocó contra una pared invisible. En el mundo real su
cuerpo ciego había chocado de frente contra el borde de una puerta
entreabierta. En su sueño sintió como si alguien le hubiese golpeado en medio
de la cara con una madera. Vio, tras bajar las manos de su adolorido rostro,
que una niña vestida de rojo se alejaba saltando con lo que parecía una rama
carbonizada, mientras seguía su sombra.
Corrió tras ella sin esperar, pero por cada
paso que daba la niña parecía alejarse dos. En el mundo real Anton estaba
corriendo sobre la alfombra del living, que por la fricción con sus medias de
lana había comenzado a ondularse tras él. Ignorando el dolor en su pecho ocasionado
por el esfuerzo, notó la niña se retrasaba, por lo que su carrera a toda
velocidad estaba acortando poco a poco la distancia. Corrió y corrió siguiendo
las crecientes curvas del camino, hasta que advirtió que podía tomar un atajo
en línea recta y sorprenderla. En el mundo real estaba a punto de saltar por la
ventana. Hecho desafortunado que fuese el único en la casa ese lunes, pero
afortunado que viviera en una casa de un solo piso. En el sueño chocó contra la
línea de maizales, astillándose y deshaciéndose los tallos como si estuvieran
hechos de fino cristal verde. Sintió los cortes de los pequeños vidrios en su
piel, y cuando salió del otro lado se detuvo. La escena había cambiado
radicalmente. Ahora se hallaba en una ciudad desierta y escuchaba por primera
vez el viento, silbando al entrar y salir de las casuchas de paja y adobe que
lo rodeaban. La niña había desaparecido. El suelo bajo sus pies era de tierra húmeda,
y se acercaba el atardecer. Al no verse en los brazos ningún rasguño
significativo, continuó su andar. Su sombra, ahora con el sol de frente,
apuntaba tras él. Y quizás fuesen las muy reales luces de la calle o el
homogéneo pavimento, pero le pareció que las casitas, todas iguales, se
sucedían una al lado de la otra, en línea recta, hasta el infinito.
Pero la tranquila caminata no duró demasiado.
Un puma se cruzó en su camino salido de una casa cualquiera. Anton se quedó
helado. El animal, que por alguna onírica razón él sabía se llamaba Hércules,
también se detuvo. Se miraron fijamente. Un sudor frío le recorrió la espalda
bajo el piyama mientras intentaba no parpadear y a la vez alzar lentamente las
manos, intentando señalar que no implicaba ninguna amenaza. El puma, que
pareció comprenderlo, desapareció con el mismo sigilo con el que lo había
sorprendido. Tras el suspiró sintió una leve punzada en el pecho, y al alzar la
vista vio nuevamente a la niña. Esta, sentada en el techo de una de las
casuchas, salto graciosamente al suelo para luego escurrirse por otra de las
casas. Anton la siguió de inmediato. Traspasó la diminuta entrada de la
diminuta casita, mientras que en el mundo real pasaba por debajo de la
barandilla que separaba la calle del arroyo.
Entonces la vio. Una pirámide escalonada que
tocaba el cielo, empezando apenas a unos pasos. La niña de rojo se hallaba en
la cima, saltando victoriosa como si hubiese ganado algún tipo de competencia.
El cielo estrellado lo invitó a que ascendiera y Anton no pudo negarse, puesto
que todos sus sueños terminaban allí. Subió el primer escalón gateando, y tubo
la extraña sensación de que la pirámide en realidad esta cuesta abajo. Se
estiró y pudo subir a pie el segundo escalón. El tercero lo subió de un salto,
y continuó a la carrera. El esfuerzo una vez más se hizo sentir en su pecho,
pero sin paredes invisibles, ni plantas de cristal o bestias felinas, sintió
que podría correr por siempre. Pero ese no era un lunes cualquiera. Vio a la
niña apuntarle con un arco oscuro como la noche. A pocos escalones de la cima
sintió una flecha en el corazón y las aguas rojizas del arroyo vertiéndose hasta
sus pies. Tras caer escuchó la sirena de una ambulancia, y luego la voz de su
padres.
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