Alzó la vista hacía la noche perpetua. La galaxia Andrómeda
brillaba en el medio del cielo, en un ángulo de casi cuarentaicinco grados,
detrás de la tenebrosa masa de nubes inmóviles. Se tomó las rodillas para
levantarse y las sintió frías. Tomó impulso y se puso de pie. Desde la lejanía
una tormenta de arena corría a su encuentro, rojiza y violenta, tapándole el
horizonte. Intentó llamar por ayuda pero no salió sonido alguno. Se esforzó por
comenzar a andar y sintió un fuerte dolor en la nuca que lo hizo tambalearse.
Sintió el aire caliente que traía la tormenta y pronto buscó refugio. Veía
piezas metálicas encendidas con fuegos azules todo a su alrededor, piezas
irreconocibles cuyas almas de máquinas se extinguirían una vez que la tormenta
barriera el lugar. No podía recordar su propia existencia, ni lo que lo había
llevado allí, ni las instrucciones que debía seguir. Todo lo que le quedaba era
refugiarse, por lo que rápidamente corrió hacía un túmulo de piezas metálicas y
comenzó a escavar. Sus manos mecánicas apenas podían rasgar el duro caparazón
de la tierra seca, y le dolían con cada intento, pero no necesitaba demasiado.
La tormenta comenzó a oírse justó cuando, cuerpo a tierra, logró taparse con
las piezas en su pequeño ataúd. El suelo tembló mientras la onda de choque
pasaba sobre él. Las piezas se calentaron insoportablemente sobre su cuerpo,
hasta que de su pequeña boca salió un silbido agudísimo.
Estuvo consiente todo el tiempo. Cuando la tormenta lo dejó atrás
y continuó destruyendo apenas podía moverse. Calculó que la bomba debió tener
una fuerza de entre treinta a cuarenta kilotones, y que había sido arrojada al
norte, a unos cuarenta kilómetros. El aire fuera de su escondite seguía cargado
de neutrinos enloquecidos, por lo que la temperatura era altísima. En un
chequeo rápido advirtió que había perdido el brazo izquierdo por ser el que
había usado para taparse. Tuvo suerte de que sus sensores de tacto fallaran por
el calor. Aun así intentó sacudir su brazo fantasma sin la menor esperanza: no
sirvió de nada más que para recordarle lo dañado que tenía en el resto del
cuerpo. Intentó en vano juntar la fuerza necesaria con el brazo derecho para
salir del ataúd. Pensó en esperar a que el calor del exterior menguara, o hasta
que su brazo recuperar fuerzas, pero la idea de esperar no le atrajo con aquellas
placas metálicas cargadas de radioactividad sobre él. Entonces pensó en
apagarse, volver a escapar, esta vez hacía un lugar en el que no hubiera bombas
ni tormentas. Si no lo reanimaban estaba bien, no le quedaba mucho más que
perder, y si le quedaba moriría sin recordarlo.
Justo cuando estaba por darse por vencido tuvo una epifanía de
rememoración: él era un androide médico, por lo que podía repararse a sí mismo.
El problema estaba en que para repararse debía reiniciar sus sensores táctiles
y sufrir todo el dolor del brazo amputado. Permaneció entre la tierra y las piezas
semi fundidas de su refugio hasta que su brazo derecho recuperó parte de su
energía. Afuera no se oía nada, por lo que asumió que la bomba había sido un
hecho aislado, quizás algún reactor primitivo que había colapsado sobre sí
mismo. Le llegaba olor a lo que parecía plástico quemado desde todas
direcciones, magnificado por el hecho de que tenía la visión impedida. Lo
aterro la idea de que el olor viniera de sí mismo, siendo una posibilidad muy
real que sus pulmones hubieran colapsado como aquel posible reactor. Entonces
fue hora. Concentró parte de la energía que le quedaba en reiniciar sus
sensores y cargar la palma de su mano sana, y se retorció en preparación para
la masiva cauterización.
Pero no sintió nada. Su mano derecha dejó el muñón izquierdo
perfectamente sellado con tan solo unos minutos de contacto. Pronto estuvo de
pie junto al que habría visto como su ataúd, mirando nuevamente al horizonte.
La herida en la nuca, aquella que probablemente le borrara la memoria, parecía
haber inutilizado sus sensores táctiles, pero eso no explicaba cómo había
sentido sus rodillas frías o el dolor al escavar con sus manos desnudas, o
siquiera el calor en el rostro de la tormenta pasada.
Sin pensárselo demasiado se predispuso a moverse hacia el sur. El
paisaje, extraño de por si cuando había aterrizado en él, era nuevamente
irreconocible. Las partes mecánicas habían desaparecido así como los fuegos.
Tenía frente a él kilómetros y kilómetros de tierra carbonizada y gris,
desnudada de cualquier punto de referencia. Por ello fue grande su sorpresa
cuando, buscando nuevamente a Andrómeda para ubicarse, noto islotes de tierra
sana flotando en el aire, como nubes aún más oscuras que el cielo, lejos en la
altura. Intentó captar alguna señal, alguna onda emitida en la distancia que
delatara la ocupación de alguna de las islas, pero se decepcionó pronto.
Cuando, luego de un par de horas, detuvo la marcha hacia el sur para revisarse
las piernas e intentar hacer alguna reparación, se dio cuenta de que las islas
lo seguían, lenta y casi imperceptiblemente. Eran dos, y se movían junto a él,
hacia el sur. Volvió a intentar captar alguna señal pero solo se encontró con
el ruido blanco que había dejado la bomba. Hizo algunos metros y miró
nuevamente a la altura: las islas se habían vuelto a mover. Continuó avanzando
y mirando hacia atrás varias veces más, hasta que se convenció de que eran
inofensivas, que se trataba de tierra rica en metales que había sido
magnetizada de alguna forma, para la cual el funcionaba como una diminuta pieza
metálica, un diminuto imán.
No pasó demasiado tiempo caminando desorientado con sus guardianes
pétreos hasta que comenzó a sentir nuevamente el frío. Reviso sus sensores y
todo indicaba que estaban destrozados, y aun así poco a poco el frío le penetró
hasta lo más profundo del exoesqueleto. Según sus cálculos la zona habría sido
en un primer momento desértica, lo que sumaba la posibilidad de una prueba
nuclear a sus hipótesis sobre el origen de la bomba. Lo animó la idea de que
podría terminar de repararse ahora que el frío lo impermeabilizaba a la
radioactividad, pero para su desgracia se dio cuenta de que la helada misma
podría acabarlo. Para su suerte una de las sombras inmensas de las islas le
señaló un refugio, proyectada por la débil luz del sol rojo que se filtraba por
el capullo de nubes.
Una duna de tierra marchita se elevaba en dirección sur, creando
un bucle en el paisaje, una cueva de tierra como una ola de mar congelada.
Llegó al bucle justo cuando empezó a nevar cenizas. Los metales de su cuerpo
crujían al andar, habiendo sido sometidos tanto al calor como al frío extremo.
Se dejó caer por la duna sintiendo como sus articulaciones se contraían por el
deslizamiento contra la tierra y, haciendo uso de las pocas fuerzas que le
quedaban, se incorporó. La fatiga dio lugar a la sorpresa y el temor cuando
descubrió un puesto de infantería oculto entre las paredes de la cueva-duna. Se
le ocurrió la terrible idea de que la bomba había sido lanzada como parte de la
ofensiva en una guerra. Pero aun así no tenía otro lugar al dónde ir. Si es que
había bandos, ya no importaban. Desafortunadamente, a tan solo algunos pasos de
la entrada del edificio ovalado, se quedó sin energía.
Despertó en su interior, justo en el medio de la única habitación
ovalada, como él, totalmente blanca. Su brazo faltante había sido remplazado
con lo que parecía un arma de algún tipo, y sus quemaduras habían sido
reforzadas con un material que no pudo reconocer. Cuando quiso levantarse
sintió nuevamente el dolor punzante en la nuca, que lo devolvió a la camilla.
Entonces oyó una voz eléctrica y femenina:
- Doctora Anton reestablecida. Daño crítico al sistema de
evocación. Daño crítico al sistema de comunicación. Reposo. Reposo obligatorio.
Reposo indefinido.
Por primera vez se le ocurría la idea de que podía ser una ginoide,
un androide hembra. Y se llamaba Anton, probable diminutivo del antiquísimo
nombre Antonia, la que es bella como una flor. Recordó de inmediato que nunca
le había gustado su nombre. Cuando pasó el mareo y volvió a intentar
incorporarse, la voz femenina, que parecía venir simultáneamente de todos los
rincones de la habitación, habló nuevamente:
- Reposo. Reposo obligatorio.
Apenas apoyó los pies sobre el piso un brazo cibernético salió de
la cúpula en el centro del techo y le empujó el pecho hacía la camilla. Anton
intentó ordenar a la computadora que la liberara, pero por el daño crítico que
había recibido su sistema de comunicación no salió más que un débil quejido,
tapado por otro brazo que rápidamente se apresuró a cerrarle la boca. Intentó,
manteniendo la calma, comunicarse por ondas electromagnéticas:
- Frecuencia cerrada. Reposo obligatorio. Ejecutando apagado por
resistencia.
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