La
carta es un nueve de diamantes. Por el poco uso los bordes permanecen afilados,
y los rombos rojos aun brillantes y definidos. Solo algunas huellas dactilares
en las puntas y una apenas perceptible curvatura vertical evidencian que alguna
vez ha sigo jugado. El nueve, para quien observara la carta por varios minutos,
parece más bermellón que rojo escarlata y devuelve la mirada tomándose el
mentón en un gesto dubitativo, como emulando a quien lo observara. En cambio la
mirada de los rombos es indescifrable: podrían estar mirándolo a uno o al nueve
que los corona, podrían estar mirándose entre ellos, o podrían ser ciegos, y
solo admirarse a sí mismos en su intachable rectitud. En todo caso su similitud
pierde la vista ajena. No son tréboles, puesto que desdeñan las sinuosas curvas
de la fortuna, ni son picas, que son el opuesto de los corazones y por lo tanto
puro vacío. Son diamantes, encantados de perderse en sí mismos, rectos e
infinitos como las líneas posibles que los componen, y quizás por ello mismo efímeros
por lo repetible, rojos de pavor frente al nueve que los atormenta y unifica, y
frente al ojo que los analiza con sospecha.
Ocho de
ellos se resignan, y entre ellos uno se alza. El diamante del centro sabe que
puede coronar la jugada imitando a la mujer de rojo que al otro lado de la mesa a apostado un beso de premio ha quien sepa derrotarla.
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