¿Qué
pensaría un engranaje al saber que forma parte de la manecilla que marca los
minutos para los hombres? Así se sentiría quien entrara a la ciudad biomecánica
que imagino. Un riel automático arrastraría los pies inmóviles del observador.
Muros de un gris metálico cortarían el cielo en dos, dejando ver sobre ellos
una inalterable oscuridad, entre manchones más oscuros de aceite quemado. A nuestra
derecha una cinta mecánica arrastraría con trabajo lo que parecieran vagones
herrumbrados, tan basta en su extensión que nos figuraríamos una sierpe
mecánica inalterable, que surgiera desde nuestras espaldas para perderse en el
horizonte.
A
nuestra izquierda un muro blanco, fértil en grietas que dejarían entrever el
ladrillo crudo que lo compondría, una barrera infranqueable si no fuera por las
diminutas ventanas de barrotes en cruz que, sucediéndose sin aparente orden, dejarían
escapar una luz mortecina producto de la danza del fuego que se agitaría tras
ellas. Frente nuestro, advertiríamos, con la paulatina desaceleración de
nuestro cuerpo, una retorcida ciudadela. Esbeltas figuras antropomórficas de
cráneos alargados hasta las acidas nubes contemplarían nuestra llegada, entre
edificios que parecerían mantener el equilibrio por leyes físicas
extraordinarias. De las figuras, algunas estarían erguidas en dos piernas,
otras sosteniendo las rodillas vencidas con sus diminutas manos, y otras cuyas
cabezas al ras del suelo recordarían a quien ha sido corroído por la arena de
sus años, parecerían a punto de colapsar bajo su propio peso. Aun así sus cabezas
alargadas hasta el infinito se perderían en la altura, formando a la vista una
jungla de espinas negras.
El
avance del riel continuaría, y tras ellas otras figuras más bajas se dejarían
entrever, macizas pero no infinitas, robustas contra la herrumbre y a su vez inexpresivas
en su dureza. De alguna manera más deformes que las anteriores, monstruosas en
su perfección. Todas iguales a sí mismas.
Entonces
la cinta de la derecha se detendría de repente, no así la nuestra, y las
diminutas ventanas comenzarían a sucederse con mayor frecuencia. La luz y la
sombra se interpolarían velozmente en nuestros ojos siempre abiertos.
Comenzaríamos a ver otros tipos de figuras, tan bellas que parecieran no
pertenecer a esa ciudad de sombras y fuegos fatuos. Nos recordarían a nosotros
mismos, o a nuestras aspiraciones, o quizás estaríamos viéndonos en ellas
idealizados. Nos recordarían la sexualidad de los engranajes que se encajan a
la fuerza, la delicadeza de un péndulo que se esfuerza por favorecer un lado de
la balanza, las primeras bocanadas de humo de un motor que se ha acelerado
precipitadamente en su intento de ser más de lo que es. Pero también las
dejaríamos atrás, junto con las construcciones que irían dando lugar a un
desierto de carbón y arena. Las veríamos empequeñecerse frente a nuestros ojos.
Y de pronto recordaríamos a la sierpe que nos siguió todo el camino, y
pensaríamos en el horizonte, pero lo encontraríamos vedado por la oscuridad. Temeríamos
por primera vez desde que nos hallamos en aquella ciudad metálica. Las luces y
sombras se intercalarían cada vez con mayor violencia, hasta que nos pareciera
ver, tras la figura más pequeña, la deforme parte delantera de una locomotora hecha
añicos. Y entre destellos de luz las ventanas desaparecerían, y solo veríamos
el primigenio fuego del que nosotros mismos estamos hechos en las monstruosas
fauces de aquella locomotora. Antes de sentir la arena en nuestro rostro y
gatear desesperados para huir de ella, hiriendo nuestras rodillas humanas para
alcanzar las formas infinitas.
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