Apoyó la mano sobre el mármol frío y sus dedos todavía húmedos dejaron cinco cicatrices translucidas. La tenue luz que se filtraba por la persiana a media asta cargaba el monoambiente de un gris que emulaba el de la mesada que acababa de rasgar. Afuera otro chaparrón veraniego parecía inevitable.
Un rayo de luz se dobló en su iris en el ángulo correcto como para, por
una fracción de segundo, hacerlo alucinar un fantasma sentado en la silla de la computadora. Una tosca fotografía de él: pura silueta, puro recuerdo subconsciente
del contacto de su piel. Lo corrió de su lugar y, todavía semidesnudo, se sentó
a terminar de leer el poema de Ascasubi. El examen final que estaba preparando,
y algunas otras cuestiones, lo tenían lo suficientemente ansioso como para
haber necesitado aquella ducha en primer lugar. Toda la cosa le estaba llevando
mucho más tiempo del que estaba dispuesto a reconocer y hacía relativamente
poco que al amparo de la mitología borgiana sobre los cuchilleros había
encontrado la poesía gauchesca siquiera tolerable. Le costó poco imaginarse los
pormenores de como el gaucho mazorquero que desafiaba a Jacinto Cielo iba a
disponer de su cuerpo… Poco después no pudo evitar imaginarse torturando a su propio
fantasma. Atando los codos juntos detrás de la espalda. Rodilla con rodilla y
tobillo con tobillo. Como una receta: pinchar los costados hasta que se
retuerza de dolor, o uno mismo de risa, y finalmente abrir la garganta para que
baile resbalando. Se le ocurrió que “La refalosa” de Ascasubi podía leerse como
una carta de amor, o por lo menos como elogio a la consumación de un cortejo
amoroso.
Antes de salir terminó de vestirse con esa ficticia tranquilidad que
provee vivir cerca del lugar de destino. La calle, tornasolada por el
atardecer, lo recibió con una briza fresca que le hizo olvidar el apremio de la
puntualidad, y una vez más se sumergió en su patológico papel de observador frustrado
(él mismo se reconocía unitario). El embotellamiento y la monocromía de los
autos le hicieron pensar en piezas de ajedrez movidas por manos temblorosas. Los
autos avanzaban en jaque perpetuo frente a los caprichosos tiempos de los
semáforos cuya luz se reflejaba en los charcos, dándole a toda la atmósfera
cierto aire de triste burdel.
En un quiosco a pocas cuadras de la universidad compró dos cigarrillos sueltos y la sexta entrega de las obras completas de Freud, que no tenía la mínima intención de leer, pero que necesitaba tener en su biblioteca. Lo tiró en la mochila con aquellos apuntes que por pura relectura, sentía, tendría que haber memorizado. El horrendo gusto del cigarrillo le recordó el aire viciado de una habitación que no había sido la suya y un lunar estratégicamente situado en otro cuerpo. Pronto se le hizo patente la sensación de que la lluvia imbuía todas las cosas de una abrumadora lentitud, de un aplomo de cuenta gotas, y finalmente cruzó el umbral de aquella institución que hacía años había apodado sin el más mínimo cariño: “El matadero”.
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