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2 a 0

José Villareal fue el primero en salir de los vestuarios. Desde la tribuna baja pude ser que tenía los ojos empañados. El segundo gol lo había golpeado como un pelotazo en la jeta, pero el negro, orgulloso como él solo, salía a pique a poner la otra mejilla. Atrás salió el Perico Ojeda, secándose la nariz con la camiseta, pero el que me destrozó fue Rodriguito Astudillo, el pibe, el último en salir, empapado y tembleque, como si, obligado, se mandara a un paredón de fusilamiento. Yo, un tipo en sus cincuentas, ya panzón de vino, guisos y glorias pasadas, que había visto pasar docenas de jugadores por Talleres de Córdoba, había estado en todos los dopartis de Primera, y que más de una vez había salido del estadio cagado a palos por callar a algún bolita, me estaba llorando la vida. Menos mal que no llevé a Martincito, mi pibe más chico. Y largaron la bocha cuando sonó el silbato de entretiempo: la tocó Perico, el Goma, Perico, pase largo a Villareal hasta el área… y la mandó a la m...

C'est le venin

      La arrojó contra la única mesa de la oficina y le dobló los brazos, presionándolos contra su espalda. Los gritos ahogados por sus gruesas manos fueron suficientes para que ignorara los pesados pasos que se aproximaban, muy a la distancia. La puerta estaba trabada con una barreta y las ventanas tapiadas, por lo que, finalmente solos, nadie podría socorrer a la pequeña Chloé. Haciendo presión contra los maxilares consiguió abrirle la boca, e introduciendo el dedo índice y luego tirando le inmovilizó la cabeza contra la madera vieja. Con la otra mano había asido ambos brazos, impotentes frente a aquella mano acostumbrada a tomar por la fuerza. Apoyó todo su peso sobre ella, olió su cabello rojizo y comenzó a mover la cadera, haciéndole sentir a la joven toda su potencia masculina contra sus blanquísimos muslos vestidos de jeans. Lagrimas comenzaban a fluir cuando le quito el dedo de la boca y, presionándola aún más para que no pudiera moverse, tomó una miniatura en br...

l'art du déplacement

Propongo otra onírica teogonía, menos trágica y más fecunda en color y movimiento: tres sombras saltando en algún punto del vacío. Provienen del afuera a pesar de que siempre estuvieron allí, y son el retorno de sí mismas aunque nunca hayan existido. Saltan una al lado de la otra, cada una en el espacio que ocupan sus oscuros pies, que son lo único que se percibe contra el fondo negro. Esos pies que son principio sienten calor en las plantas. Sienten la fricción del suelo que todavía no es, y la ejercitación de sus minúsculos e impulsivos músculos las alienta a seguir saltando. Al saltar van adquiriendo materialidad: primero tobillos, delgados cimientos de esos dioses, luego pantorrillas, robustas de sangre de sombras, luego muslos, firmes depositarios del destino, y luego caderas, los oscuros pesebres de los niños no nacidos. Con cada salto crece el cuerpo y a la altura del pecho se oye el primer sonido: comienzan a percibir sus propias respiraciones. Los torsos saltarines se sacud...

Coma

Nadie la impulsaba. La camilla avanzaba lentamente, como por inercia. Al inclinar la cabeza desde su posición de reposo confirmó que las paredes estaban cubiertas con el mismo tipo de azulejo blanco que cubría el techo. Sin fuerzas para incorporarse intentó verse los pies y solo vio luz blanca. Entonces oyó una voz a su izquierda y giró la cabeza nuevamente. Una anciana palidísima con la cabeza cubierta de intravenosas de un rojo brillante le devolvió la vista y le dijo que le iban a quitar algo. Él le gritó que no gritara. En un parpadeo la anciana se trasformó en un puñado de brazas que le cayeron en el costado izquierdo. No tenía fuerza para gritar, así que lloró. Al abrir los ojos tras presionarlos fuertemente se encontró sentado en otra camilla. Levantó la vista de sus rodillas y vio que se hallaba en un mundo blanco. No había nada en el horizonte, si es que había horizonte, puesto que no había nada sobre él. La tierra toda era de un blanco inalterable. A su lado había...

Humo de cigarrillo

     El humo del cigarrillo empaña la vista cuando se lo sostiene entre los labios. Las diminutas partículas resultantes de la combustión se esfuman al instante, como sabiendo que no deberían estar allí. Ese fuego que es todos los fuegos acaricia su rostro y la imperceptible succión que se aplica al filtro es suficiente para encender su anaranjado rostro. El finísimo papel del que está hecho se quema en elipses, como un diminuto volcán que girara sobre sí mismo. Se arropa entre los dedos de quien lo consume, dedos que de alguna forma pretenden hacerlo pasar por la joya de la corona del sexo femenino.       Y la operación se repite: se lo excita, se lo consume, se lo desecha cuando el fuego que lo desgarraba desde su interior se ha perdido. Incluso hay quienes, una vez consumida su fina tez blanca y aún encorvado y retorcido, lo refriegan sobre el lecho de cenizas y cerámica que será su tumba. Como quien excitara el seno femenino, en pleno acto copulatorio...

Facewall

Tenía la cuenta en autologin por lo que con presionar tan solo en una pestaña nueva ya estuvo allí. No fuese que el navegador olvidara a quien ingresaba a diario en él. Inmediatamente en el “Inicio” deslizo la rueda del mousse hacia abajo, no sin antes lamentar una vez más su testaruda resistencia. Fugazmente entrevió, entre nombres y páginas a las que no recordaba haberse unido, vacías fotos de concientización sobre el maltrato animal y de platos pretendidamente gourmet. Alguna que otra foto o tema de una banda que un fanático promocionaba sin el menor éxito y propagando política encubierta de debate, y paso a su “Perfil”. El hecho de cliquear en su nombre sin duda le daba una ilusión de pertenencia, de propiedad, que solo podía lograr la estratagema bien pensada de un sitio tan monótono, no solo en cuanto personalización sino en cuanto a las normas implícitas de lo compartible. Nuevamente giro la ruda del mousse hacia abajo, esta vez mas suelta por haber entrado en calor. De alguna...

Old Smugler

El viejo relee las últimas líneas que acaba de escribir. Dice la última oración en voz alta y nota la garganta reseca. Deja la silla junto a la máquina de escribir y se dirige a una de sus bibliotecas. Tras palpar unos instantes la parte alta toma con cuidado una botella de whisky. Arrastrando los pies se dirige a la cocina. Toma un vaso que se estaba escurriendo en el lavaplatos. Limpia los bordes humedecidos con la manga de su camisa. Con la última frase aun en mente intenta llenarlo y se da cuenta de que no queda whisky. Piensa en el mercado coreano que abrieron hace poco a unas cuadras. Se lamenta de no haber comprado las dos botellas que estaban de oferta. Recuerda que el Old Smugler era asqueroso. Deja la botella vacía en la mesada de la cocina. Busca sus mocasines. Se saca las pantuflas. Se calza los mocasines. Busca las llaves del auto. No las encuentra. Recuerda que ya no puede manejar. Destraba la puerta para salir. Sale al pórtico y siente frío. Entra y recoge su campera de...

Conciencia en gris

   En cada una de las tres fotos había un rostro diferente devolviéndole la sonrisa a la niña tras el velo y a luz del flash. Era la hermanita menor quien los fotografiaba, haciendo uso del oficio aprendido por la parte paterna, y perpetuando a su vez el registro histórico familiar. En cada una de las fotos estaba uno de sus hermanos. Estas iban de mayor a menor de acuerdo con el tamaño del foco y las edades, por lo que la primera mostraba a un muchacho de vello facial incipiente, un poco encorvado y de nariz aguileña, que dejaba notar la sobreabundancia de su última respiración antes del disparo. Estaba apoyado sobre un sillón viejísimo que posiblemente hubiese pertenecido al padre de su madre, tan monocromático como lo mostraba la foto a él mismo.    Con otro fogonazo de luz se le empañaron los ojos al hermano segundo, que con sus gruesos lentes miraba fijamente el lente único, intentando no transpirar el pequeño traje que vestía, sin el menor éxito. Sus m...

Diente de león

Tras posarse unos instantes sobre el hombro de la enorme estatua de bronce el diente de león cae en espirales. Un niño lo observa ensimismado, desatendiendo el helado de frutilla que poco a poco se calienta en su mano. Espera que el diente de león vaya hacia él, puesto que no puede perseguirlo. Tras la barandilla sobre la que observa, apenas más baja que él, el vacío se le interpone. La estatua, aunque a su misma altura, parece flotar en el aire sostenida por una delgada columna que se pierde en la distancia, mucho más abajo que las nubes más altas. El suelo bajo los pies del niño también flota en la altura, inmóvil. El diente de león planea débilmente sobre la base de la estatua y amenaza con caer hacía las nubes, pero no lo hace. Un pequeño dirigible pasa tras la estatua, silencioso en su avance, y se pierde nuevamente en la lejanía celeste. El niño vuelve la atención al diente de león y lo encuentra a pocos palmos de la barandilla. Estira su mano libre para tomarlo y sin querer de...