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Monólogo de ausencia

- Anton y León se llaman mis hijos. (Dice mientras enumera con los dedos mirando al público) - Anton es el más grande. Creo que está por cumplir treinta… (Se mira los pies) - Hacía 15 años que no lo veía. (Mira a la derecha como si quisiera empezar a andar y recuerda) - Los dos son igualitos a la madre. Lucrecia. ¡Que bombón era Lucrecia! Capas que ahora no la reconozco… y a los chicos menos. (Camina pesadamente algunos pasos hacia la derecha) - Fue un matrimonio complicado, va, ni siquiera nos casamos. (Abre los ojos y traga) - Y ella quería tanto ser mamá. (Respira) - Éramos pibes cuando la conocí. Anton nació cuando ella tenía dieciocho… ¡Me acuerdo de los panzona que estaba! ¡Ella que había sido siempre flaquita! (Pausa) (Se pasa una mano por el rostro) - Pero no me acuerdo de la cara de los chicos. (Camina hacia la izquierda mirándose los pies) - De casualidad agarré un taxi a la salida del aeropuerto. Recién amanecía y yo ya estaba hecho pelota. (Se pasa la mano ...

El escritorio

El escritorio nunca había sido movido. En su vida anterior la mole de madera de roble barnizado había sido parte de una multitud numerosísima, mucho más numerosa que las cuatro patas que ahora sostenían desde las esquinas su cuerpo rectangular. Aun así, aislado de su pasado a la fuerza, reflejaba en su terso lomo la poca luz de los amaneceres que se filtraban por la ventana. Ese mismo lomo había tenido que sostener el peso de cientos y cientos de libros, de cientos y cientos de frases leídas en voz alta y de incontables rasguños en hojas palidísimas, que nunca durarían demasiado en el mismo lugar. De espaldas a esa misma ventana, de la cual robara su único brillo, sus cajones adornados con manijas de plata guardarían los secretos forjados en el fuego de la superficie. Y aún más profundo, en su vientre teñido de amarillo por el humo del tabaco, vientre por lo tanto débil al paso del tiempo y suavizado por la respiración de la madera, dibujos con fibrones de colores recuerdan otra ...

La lámpara

La lamparita de 60 watts todavía esta tibia tras haber iluminado el centro del escritorio. Su foco gris, fantasmal en la penumbra reinante, había sido reemplazado una y otra vez ante la falla de corriente en el interruptor. El cuello de la lámpara, que hasta hacía algunos meses había resistido los caprichos de la redirección, se había contracturado en un ángulo que hacía necesario mover todo el aparato, desde su base, allí mismo sobre el escritorio. Ese foco gris, o alguno anterior, había presenciado hacía algunos meses, entre luces y sombras, un acto de infidelidad. Una sombra negra se había inclinado frente a un hombre entrado en años, y al contrario de la lámpara, ésta había estirado el cuello sin dificultad. 

Ant

7:15 AM. Anton amanece sintiendo las finísimas garras de Kardia, su gata, que al atravesar las frazadas se anclan en su pecho. La corre de un manotazo y tras tomar el celular de la mesita de luz, confirma que está retrasado. Kardia debió haberse subido a ella para llegar a la cama, desactivando en su camino la alarma. Se incorpora y le lanza una chinela tras tomarla del suelo. Se frota la cara y siente los primeros escalofríos del día. Salta fuera de la cama y tras calzarse una chinela va a buscar la otra. Entre chuchos llega al baño. Corrobora la inmutabilidad de su pelo negro, la marca de la almohada en su mejilla izquierda y sus diminutos y cansados ojos verdes le devuelven la mirada. Siente el correr del agua tibia entre sus dedos y en un movimiento rápido se empapa la cara. Dando saltos se viste con lo que encuentra a su paso. Antes de ponerse la campera de cuero, que entrevió en el placard sin puertas, abre la única ventana de la pieza para que la nube de humo de cigarrillo s...

Las aventuras del sonámbulo y el templo del bypass

Anton tenía la no tan extraña costumbre de ser sonámbulo tres veces a la semana. Ese lunes en especial calló en un profundísimo sueño que lo llevó a lugares a los que nunca hubiese ido, ni en sueño ni en vigilia. Tras dormirse se vio a sí mismo en una enorme planicie, presumiblemente americana, colmada de extensísimas plantaciones de maíz. Levantó atento la vista y se incorporó de su posición de reposo en lo que parecía un caminito de piedra, lo suficientemente estrecho como para que su cuerpo de niño tocara ambos márgenes. Para su sorpresa la piedra gris contra la que presionó ambas manos para levantarse era suave como un colchón de plumas. Tras pararse se frotó el pecho y comenzó a andar el sendero plateado. El sol a sus espaldas proyectaba frente a él una sombra que se perdía en el horizonte, siguiendo, elástica, las curvas del camino. Hizo algunos pasos apreciando las plantaciones a ambos lados, y sintiendo como el suelo cobraba solides con cada paso que daba. Entonces chocó contr...

2 a 0

José Villareal fue el primero en salir de los vestuarios. Desde la tribuna baja pude ser que tenía los ojos empañados. El segundo gol lo había golpeado como un pelotazo en la jeta, pero el negro, orgulloso como él solo, salía a pique a poner la otra mejilla. Atrás salió el Perico Ojeda, secándose la nariz con la camiseta, pero el que me destrozó fue Rodriguito Astudillo, el pibe, el último en salir, empapado y tembleque, como si, obligado, se mandara a un paredón de fusilamiento. Yo, un tipo en sus cincuentas, ya panzón de vino, guisos y glorias pasadas, que había visto pasar docenas de jugadores por Talleres de Córdoba, había estado en todos los dopartis de Primera, y que más de una vez había salido del estadio cagado a palos por callar a algún bolita, me estaba llorando la vida. Menos mal que no llevé a Martincito, mi pibe más chico. Y largaron la bocha cuando sonó el silbato de entretiempo: la tocó Perico, el Goma, Perico, pase largo a Villareal hasta el área… y la mandó a la m...

C'est le venin

      La arrojó contra la única mesa de la oficina y le dobló los brazos, presionándolos contra su espalda. Los gritos ahogados por sus gruesas manos fueron suficientes para que ignorara los pesados pasos que se aproximaban, muy a la distancia. La puerta estaba trabada con una barreta y las ventanas tapiadas, por lo que, finalmente solos, nadie podría socorrer a la pequeña Chloé. Haciendo presión contra los maxilares consiguió abrirle la boca, e introduciendo el dedo índice y luego tirando le inmovilizó la cabeza contra la madera vieja. Con la otra mano había asido ambos brazos, impotentes frente a aquella mano acostumbrada a tomar por la fuerza. Apoyó todo su peso sobre ella, olió su cabello rojizo y comenzó a mover la cadera, haciéndole sentir a la joven toda su potencia masculina contra sus blanquísimos muslos vestidos de jeans. Lagrimas comenzaban a fluir cuando le quito el dedo de la boca y, presionándola aún más para que no pudiera moverse, tomó una miniatura en br...

l'art du déplacement

Propongo otra onírica teogonía, menos trágica y más fecunda en color y movimiento: tres sombras saltando en algún punto del vacío. Provienen del afuera a pesar de que siempre estuvieron allí, y son el retorno de sí mismas aunque nunca hayan existido. Saltan una al lado de la otra, cada una en el espacio que ocupan sus oscuros pies, que son lo único que se percibe contra el fondo negro. Esos pies que son principio sienten calor en las plantas. Sienten la fricción del suelo que todavía no es, y la ejercitación de sus minúsculos e impulsivos músculos las alienta a seguir saltando. Al saltar van adquiriendo materialidad: primero tobillos, delgados cimientos de esos dioses, luego pantorrillas, robustas de sangre de sombras, luego muslos, firmes depositarios del destino, y luego caderas, los oscuros pesebres de los niños no nacidos. Con cada salto crece el cuerpo y a la altura del pecho se oye el primer sonido: comienzan a percibir sus propias respiraciones. Los torsos saltarines se sacud...

Coma

Nadie la impulsaba. La camilla avanzaba lentamente, como por inercia. Al inclinar la cabeza desde su posición de reposo confirmó que las paredes estaban cubiertas con el mismo tipo de azulejo blanco que cubría el techo. Sin fuerzas para incorporarse intentó verse los pies y solo vio luz blanca. Entonces oyó una voz a su izquierda y giró la cabeza nuevamente. Una anciana palidísima con la cabeza cubierta de intravenosas de un rojo brillante le devolvió la vista y le dijo que le iban a quitar algo. Él le gritó que no gritara. En un parpadeo la anciana se trasformó en un puñado de brazas que le cayeron en el costado izquierdo. No tenía fuerza para gritar, así que lloró. Al abrir los ojos tras presionarlos fuertemente se encontró sentado en otra camilla. Levantó la vista de sus rodillas y vio que se hallaba en un mundo blanco. No había nada en el horizonte, si es que había horizonte, puesto que no había nada sobre él. La tierra toda era de un blanco inalterable. A su lado había...