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El sillón

El sillón, de desvencijado cuero marrón, tiene un hermano. Ambos comparten la diestra del escritorio, uno frente al otro, con una mesita de vidrio redonda entre ellos. Y a pesar de la proximidad sus rostros han cambiado más allá del reconocimiento. El segundo, aparentemente destinado a las visitas, mantiene un cuero brillante y tenso, todos sus botones, y el almohadón del asiento mullido y aireado. Daría la impresión de que es nuevo o ha sido utilizado a penas, o se lo ha acondicionado con la esperanza de huéspedes que nunca llegaron.
El primero, por el contrario, delata haber sido víctima de siestas incomodas, transpiraciones de verano y reiterados vasos húmedos en el apoyabrazos. El peso de horas de lectura y de piernas caprichosamente estiradas sobre la mesita de vidrio han hundido el almohadón en el borde. Aquel que dejara la silla del escritorio para perderse en la lectura, como cediendo el mando de una nave que se hunde, tardaría demasiado en darse cuenta de que la terquedad no tiene nada de redentora. 

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