La
alfombra del piso ya apenas cumplía lo que había sido su función primera:
aligerar los pies sobre ella. Quien detuviera la oreja contra ella intentando
escuchar los quehaceres del piso de abajo notaria, desde ese ángulo, los surcos
delatores, trazados desde las bibliotecas hasta el escritorio, del escritorio
al sillón, y del sillón a las bibliotecas.
Catadora
de una docena de whiskys, pero con mayor predilección de uno en particular, la
alfombra borracha ha servido de resorte a incontable bollos de papel. La
tierra de zapatos ajenos le ha sido aspirada mensualmente para mantener su beige
en condiciones, pero más allá de ello, nadie le ha dado demasiada atención a su
existencia. Como todo lo bajo, ha permanecido fuera del alcance de quien
sufriera de la cintura y a la vez careciera del capital para emplear a alguien
que se acordara de ella. Por ello nadie la ha escuchado lamentarse, cada vez
que un par de pies extraños vestidos con stilettos han arañado su torso
obstinado.
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