Las
bibliotecas están repletas. Acurrucadas unas con otras ocupan dos paredes
completas, con tantos libros en ellas que se necesitarían varios años para
leerlos todos. Algunas son de un metal grisáceo, frío y brillante, otras de
madera pulida y de estantes tan delgados que sorprende el peso que soportan.
Un
tercer tipo de biblioteca se halla empotrada en la pared a la izquierda, junto
al sillón. Es de roble negro, mucho más opulenta que sus hermanas, y de
delicada fabrica a pesar de que los estantes superiores se han encorvado
levemente. No podría decirse si su adquisición es anterior o posterior a las
otras, puesto que no hay rastros de polvo en ninguna de ellas, y todas
comparten volúmenes que dejan entrever hojas amarillentas, indistintamente. Aun
así la predilección es clara. El empotrado y la ubicación denuncian la
importancia de esa biblioteca en particular o de su contenido, o de ambos.
Entre
los títulos de la sección media de la biblioteca negra los lomos dictan, azarosamente:
Los anillos de Saturno, Sebald; El viejo y el mar, Hemingway; El largo adiós, Chandler; Boquitas pintadas, Puig; La oficina, Cousseau; La metamorfosis, Kafka. Y sobresale de
la perfecta línea de libros Cicatrices
de Saer, como si hubiese sido el último en utilizarse.
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