[La carta adjunta
prometía que ni el mayor Settler, ni el propio Wing, ni nadie había hecho nada
por reparar el muro] [1]
La devolvió con cuidado al sobre y la arrojó
al cajón abierto con el resto. Se tomó la cabeza con ambas manos y se miró el
reloj. Era el quinto sol de mediodía que lo encontraba hojeando la
correspondencia de su bisabuelo sin encontrar respuestas. Cerró el cajón,
prendió un cigarrillo y le dio un largo sorbo al café que había olvidado en la
otra punta del escritorio. Se levantó a tirar el cigarrillo por la ventana y se
dispuso a retomar su puesto. El cigarrillo nunca tocó la arena.
El
muro Skywall, como lo había bautizado la generación de su bisabuelo, había caído
junto con esta. Cinco siglos después los descendientes de aquellos
colonizadores todavía se preguntaban cómo habían podido abandonarlo.
El
nuevo continente resultó ser uno que la humanidad ya conocía, con el que había
tenido íntima relación desde su nacimiento, y al que siempre temería. Las
primeras excursiones españolas, con la inquisición y la religión más refinada
de su época de su lado, nunca hubiesen imaginado que se encontrarían con lo
contrario al paraíso. Ni se preguntarían porqué quienes fueron hacía allí antes
que ellos nunca regresaron.
Una
vez que despertaron el Infierno no sirvió de nada el Atlántico para contener su
fuego. Por ellos había surgido el muro, una maravilla de cooperación e ingeniería
humana que cubrió las costas de la Europa del viejo mundo, desde las
profundidades hasta el cielo, cuando no hubo más gente que sacrificar en la fútil
resistencia.
Settler
fue llamado cualquiera que dedicara su vida a la construcción del muro, y por
ende cualquiera que estuviese dispuesto a perderla contra el mal invisible. En
un intento global de unificación, y en respuesta al caos creciente, se designó
a un mayor Settler por generación, que dirigiera el reforzamiento y reparación
del muro, y de esa forma organizara a las fuerzas de trabajo cuyos hombres morían
cada vez más jóvenes.
Wing,
por el contrario, se llamaba a quienes, apostadas en lo alto del Skywall,
resguardaban que ningún espectro lo pasara. Condenados a combatir contra la
desesperanza de no poder matar muertos, y de pelear contra los propios caídos. Con
el derrumbe de aquel muro-esperanza que nunca alcanzó su esplendor la condena
de los Wings se transfirió al conjunto todo de la temblorosa humanidad, que
lamentó más que nunca su odiseica curiosidad por el otro mundo. Pronto no quedó
nadie que supiera rezar.
Los
pocos sobrevivientes de la inevitable catástrofe se replegaron a los desiertos
y planicies de África y Asia, donde las condiciones extremas dificultaran los
ataques. Los Settlers se dedicaron a construir túneles para conectar las células
de poblaciones humanas y los Wings a explorar las zonas perdidas en busca de provisiones
y respuestas.
Corriendo
el año mil novecientos cuarenta y cinco[2], uno de los últimos grupos de Wings
descubre la morada del mayor Settler en ejercicio durante la caída, y pensándose
a salvo procede a investigarla.
Tarde
descubren que es el temor lo que le da fuerza a los espectros, justo cuando el bisnieto
teme no hallar las respuestas que lo esperarían en la carta próxima, la número
cincuenta y cinco, segundo párrafo, cuarta oración. Y así la desesperanza del
último Wing se lleva a los últimos hombres. Y lo que sintieron por la muerte
los termina matando.
Cuando
los espectros dejan el paraje no queda nada más que arena.
[Todos
los fragmentos habían desaparecido]
[1] Cita aleatoria de “El Necronomicón”, colección de relatos basados en H. P. Lovecraft de edición
española. Específicamente de “El muro de Settler” de Robert A.W. Lowndes.
[2] Lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
[2] Lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
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