El
cuaderno de notas es nuevo. Decora el centro de la tapa una Torre Eiffel en
relieve, gris contra el fondo negro. Sorprende la calidad de la reproducción,
calidad que invita a acariciar la cubierta buscando el detalle, como si se
tratara de una cicatriz. El resto es negrura y homogeneidad solo interrumpida
por la marca del cuaderno, blanco platinada, centrada en la parte baja de la
contratapa, y el anillado, blanquísimo, enrulado sobre sí mismo en los extremos
por una mano acostumbrada a arrancar hojas.
Esas
hojas, al igual que las que oprimen sobre el escritorio, están hambrientas de
signos, lo que da la impresión de que el cuaderno ya ha cumplido su función principal:
el significar un nuevo comienzo, por lo que ya no tiene nada de especial. Y en realidad, al
contrario de la miniatura de bronce que reluce al otro extremo de la habitación,
el cuaderno de notas no tiene nada de francés.
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