Se
acomodó los anteojos e intentó enfocar el rostro de la mujer que caminaba en su
dirección. Era una mujer porque llevaba un largo vestido rojo, y porque tenía
el pelo lo suficientemente largo para que le callera por los hombros. Había
alzado el brazo, como si saludara a alguien. La distancia se acortaba y el seguía
sin poder reconocerla, entorpeciendo sus ojos miopes la penumbra del atardecer.
Y
finalmente la tuvo en frente. No se conocían. Ella era una ferviente católica,
y lo había detenido para preguntarle cómo se sentía con respecto a su vida. Como
la mayoría de las charlas sobre religión que había tenido en su vida, y una vez
constatado que no se trataba de ninguna compañera de primaria que lo sorprendía
transformada en una mujer, el muchacho trató el tema con toda la indiferencia y
sinceridad de la que fue capaz. La mujer de rojo, contra su ateísmo, como una
madre que sonríe frente a un disparate de su niño, lo invitó a visitarla. Una
vez los ojos miopes dejaron el escote solo quedó repasar fugazmente un volante
de promoción, y entre sonrisas (nacidas de motivos totalmente diferentes) se
despidieron.
Exactamente
una semana después, recordando vívidamente aquel vestido rojo y las curvas de
piel pálida que este delataba, el muchacho de anteojos decidió presentarse: de
todas formas la iglesia quedaba cerca de su departamento. Fue temprano, una mañana
de verano, verano que había justificado aquel vestido y que potenciaría su
mirada, sin dormir y con la mejor camisa que pudo encontrar. La iglesia resultó
mucho más ostentosa de lo que había imaginado, pero ni los vitrales
multicolores, ni la cantidad de bancos, ni el olor a encierro interferirían con
su objetivo… y aun así no encontró a la mujer de rojo.
Esperó
y esperó hasta que no tuvo otra opción, ante la mirada escrutadora del viejo cura,
que confesarse. La confesión fue bien, por su timidez el cura lo reconoció como
uno de los más puros hijos de Dios, por lo que sus pecados no valieron más que
algunos Padres Nuestros y un Ave María.
Dio
vueltas por la iglesia, mirando cuadros y vitrales, santiguándose mal y salpicándose
agua bendita para combatir el calor cuando creía que nadie lo veía. Tres horas después
de pisar la primera iglesia desde su bautismo el cura lo llamó, pensando para sí
que no habría mejor uso para un alma atormentada que el trabajo de caridad. Le
preguntó entonces el motivó de su espera, a lo que el muchacho respondió que
esperaba a una amiga. Le preguntó si podía ayudarle a poner un cuadro, puesto
que su artritis no lo dejaba siquiera subir la escalera, a lo que muchacho
aceptó gustoso con tal de hacer más tiempo, y evitar que aquella mañana se desperdiciara.
Fueron entonces a buscar la escalera a la parte trasera de la iglesia, que
quedaba pasando la habitación del cura. En ella el muchacho descubrió para su disgusto,
tras un vistazo a una foto en una mesita de luz, que la mujer de rojo era la
hija del viejo. Le pareció increíble lo bien que se mantenía la gente
religiosa.
Entraron
la escalera y la desplegaron contra la pared más alta, a un lado de un vitral enrome
de un cristo y del altar, por debajo. Subió cuidadosamente la escalera, y
cuando estuvo arriba el cuadro de San Cayetano le devolvió la mirada con una expresión
similar a la suya. El truco pasaba por ensartar el grueso clavo en la argolla
del marco del cuadro, cosa para la que necesitó varios intentos. Cuando
finalmente lo enganchó y San Cayetano quedó felizmente colgado contra la pared,
la puerta de la iglesia se abrió. La mujer de rojo caminó algunos pasos y lo
sorprendió mientras bajaba la escalera. El muchacho se giró tan animosamente al
escuchar su voz que resbaló. Caería hacia el vacío hasta que su cabeza golpeara
contra una de las esquinas del altar, y las luces del mediodía que se filtraban
por los vitrales se apagaran.
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