Los primeros en darse cuenta fueron una
pareja que miraba el atardecer. Sus cuerpos cayeron pesadamente a la arena
desde lo alto del mirador. Eso fue poco segundos antes de que la mayor parte
del tránsito mundial se detuviera.
En las capitales mundiales lo agresivo de los
avisos publicitarios tomaron su parte, y en las zonas apartadas la vida
silvestre fue suficiente: una flor, algún pajarito, un niño llorando, una manzana.
Pero el verdadero problema era que el género humano ya llevaba la maldición
dentro suyo, mucho antes de aquella pareja: el color rojo había empezado a
matar a todo el que lo viera.
Cuando el corazón del padre se detuvo por
mirar el semáforo y el de la madre por ver la sangre que le manaba de la nariz,
el niño se transformó en una bomba. Hasta que se vio en el retrovisor.
Llovieron aviones, y fue imposible contar los cuerpos que habían caído al
levantar la vista a una publicidad de Coca Cola, o McDonald's; o Toyota o
Shell, o Nestlé o Nintendo, o CNN, o Exxon. Y cada alarma o alerta se
transformó en una masacre. Cualquiera que prendiera un cigarrillo, que
apreciara una prenda, que abriera una heladera, que se levantara del sillón
frente al televisor o que se quedara sentado, o que se ruborizara, falleció al
instante. Los labios pintados se volvieron un arma de destrucción masiva y
algunas pelirrojas asesinas en serie.
Las banderas de los países eligieron sus
destinos y los nacimientos cesaron en minutos. Nunca una hormiga había sido tan
peligrosa ni un tobogán sinónimo de muerte. El mundo les perteneció a los
daltónicos y a los ciegos, que tuvieron demasiado miedo de sangrar como para
encontrarse, y solo retrasar lo inevitable. Pronto la naturaleza lo cubriría
todo de verde, y el neón humano no brillaría más bajo el sol luciferino.
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