Escuchó
la primera campanada al empezar el último párrafo. Dejó flotar el libro con
delicadeza, medio abierto en la página señalada, en el centro del rayo
antigravedad a un lado de su altísimo lecho. Apenas tocó el frío piso de
metálico pálido se desperezó, cerrando con fuerza ambos ojos, y el de la
garganta. Pronto se puso el traje anticorrosión y salió al cuarto de
descompresión, tan solo algunas habitaciones más allá del depósito, que era
suyo. Settler 55-2-4 brillaba en la distancia, rojo y rechoncho como cualquier
estrella de esa edad, ocupando gran parte del cielo.
Una
vez pasados cinco minutos y lista la sala de descompresión, Anton, como se
llamara el minero y único tripulante de la nave, presiona con uno de sus
larguísimos dedos un botón con la forma de un guante plateado sobre un fondo
rojo. Único botón de la humilde sala, en apariencia vacía. Otro rayo
antigravedad surge del piso de la bóveda. Este se abre dejando entrever lo que
parecen cañerías, o cables sumamente gruesos, que se entrecruzan y superponen
sin principio ni fin aparente, todos blancos. El haz los separa en un círculo
perfecto y de entre ellos emerge flotando lentamente un guante gris, con el
meñique cercenado, y en apariencia confeccionado con lana, un material antiguo y
sumamente valioso extraído de los ovinos de Tierra Alfa.
Anton
toma entonces el guante y siente como sede al ponérselo en la mano izquierda,
sobre el traje anticorrosión que se amolda a su piel. Justo cuando siente las
puntas de sus dedos tocar sus respectivas terminales se transporta cinco
minutos al pasado, y ve como otro Anton espera que el guate ascienda. Durante
ese tiempo no se dirigen la palabra y la habitación blanca permanece en
silencio, iluminada por la estrella roja. El primero espera pacientemente detrás
del segundo, hasta que este se pone también el guante y reaparece a su lado.
Ninguno de los dos le habla al tercero, mientras los ojos de sus gargantas
permaneces cerrados, como repasando somnolientos la última lectura.
Treinta
minutos más pasan, hasta que la tripulación de la nave alcanza casi la decena
de personas, todas las mismas, multiplicadas por el guante que transporta a
quien lo usa una fracción de tiempo en el pasado. El escuadrón de Antons
procede entonces a dar la señal de apertura del cuarto hacía el exterior, y uno
tras otro comienzan a salir. El primer Anton es el último, y cumple la función
de comandarlos únicamente por ser el primero.
Salen
sin problema al planeta purpura, cada uno en un punto diferente a medida que la
nave se mueve a velocidad luz sobre su superficie y los desciende junto con la
maquinaria, que baja desde el depósito. Su objetivo será drenar el planeta
moribundo de sus minerales preciosos, que lentamente se solidificaran por el
calor de Settler.
Trabajaran
sobre la superficie durante décadas, quizás centurias, hasta que la próxima
campanada suene en los trajes que los nutren y dan fuerzas, o hasta que quede solo
uno de ellos. Pero ellos no lo saben.
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