El
segundo cajón solo es significativo por su contenido. Además del mazo de cartas,
prolijamente ubicado a la diestra de quien lo inspeccionara tras tirar de la manija
plateada, una serie de objetos saltan a la vista: un conjunto de cuchillo y
tenedor para asado con las iniciales J.L.B., dos dados de diferentes tamaños sobre
un papel con una receta para pollo al disco, una pipa de madera quebrada a la
mitad, un revolver calibre treinta y ocho, y un sacacorchos con la punta
pintada con una gota de sangre.
Por
sí mismo el cajón no es más que un acaramelado vacío rectangular, cuya pequeña
manija plateada, a modo de moño, lo hace parecer la caja de un regalo envuelto
en papel color crema. Y quizás sea su verdadera función, más que proteger los objetos
que conviven forzosamente dentro de él, regalar ese vacío de sentido a la
mirada intrusa que busca comprender el todo por las partes. Vacío dulce que da
lugar a una explosión de sentidos posibles que nunca se detendrá
verdaderamente.
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