La
silla del escritorio es en realidad una vieja silla de mesa. De madera de
castaño, al contrario del roble del escritorio, está, en la parte del respaldo,
ligeramente más encorvada hacia atrás de lo que debería. El asiento, por su
parte, de cuero beige abotonado en los extremos, está en casi perfecto estado,
como si el descanso continuo de culos sobre él lo hubiese mantenido joven a través
del tiempo. La única herida es un corte minúsculo en el cuero casi en el borde
la silla, como si un culo vestido de jeans se hubiese levantado de golpe hace
muchos años, expectante. O quizás como si una mano de un niño, hijo del propietario de aquel culo, hubiese punzado
el cuero con una lapicera al quedar fuera de la vista de aquel, mientras ojeara
un libro. En todo caso la vieja silla, al igual que la miniatura de la Torre
Eiffel, es hija de un tiempo mejor.
To young Mark. Always with one hand ocuppied. Children of thirty two try to tell me what is a good cigar and what isn’t. Me, who never learned to smoke, but always smoked; me, who came into the world asking for a light. Me, who when asked by a waitress about the kind of beer I would prefer, sweet, sour, toasted or fruity, always respond: cold. Me, who began going out when I was seven. Me, that have lived four hundred and fifty six weekends without throwing up once. Me, who stole my parent’s condoms right after my last brother was conceived. Me, who came from the uterus dancing and when the nurses left the room, lighted a ciggy.
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