El
potus es el brote trasplantado de una planta de más de cincuenta años, que
nunca alcanzó la madurez. Amarillo y retorcido allí en la esquina de la
habitación, recuerda que se lo regó por última vez con el agua helada de tres
hielos olvidados en un vaso de whisky, sin poder precisar cuando. Y aun así
continua aferrándose a su pseudo existencia, como hacen todas las cosas que
nunca dejan de ser salvajes.
La tierra donde se hundían las raíces se ha resecado como sangre coagulada, y las hojas han bajado la cabeza, como deslizándose en un último intento final hacía la tierra inalcanzable bajo la alfombra, el parquet y el cemento. Pero el potus, testarudo por naturaleza, se niega a aceptar la derrota inefable, e intenta, lo mejor que puede, pelear por mantener su verdor contra el paso del tiempo y el hambre, que con el mismo color amarillo viejo del mazo de cartas en el modular, se come sus hojas una a una sin posibilidad de retruco.
La tierra donde se hundían las raíces se ha resecado como sangre coagulada, y las hojas han bajado la cabeza, como deslizándose en un último intento final hacía la tierra inalcanzable bajo la alfombra, el parquet y el cemento. Pero el potus, testarudo por naturaleza, se niega a aceptar la derrota inefable, e intenta, lo mejor que puede, pelear por mantener su verdor contra el paso del tiempo y el hambre, que con el mismo color amarillo viejo del mazo de cartas en el modular, se come sus hojas una a una sin posibilidad de retruco.
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