El
mazo de cartas españolas esta considerablemente en buen estado, todavía en su
caja original, allí en el segundo cajón del modular. De las cincuenta cartas
solo los comodines, nueves y ochos escapan al humo de habano que se ha
acumulado en los márgenes, y de los dobleces paulatinos de sus esquinas, pero
ninguna de las marcas en sus lomos, nacidas de los reiterados intentos de
conferirles un azar pasajero. A pesar de ello los ojos que solieran repartirlas
sobre la mesita de vidrio se han esmerado en ignorar tales cicatrices delatoras,
llevando a cabo un dulce olvido al momento de ver la mano enemiga.
Su
dorso barroco en tonos escarlata ha sido jugado en todos los juegos imaginables
y aun así han aburrido a la mano que las dispensara. Por ello han terminado
encerradas en la monótona oscuridad de ese cajón una vez perdida la incertidumbre
que las definiera, y solo han servido para recordar a dos reinas, una real y una imaginada, vestida la primera de blanco y la segunda también de escarlata.
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