Una vez removida la plataforma de abordaje,
Lucrecia Godspeed, una de las cuatro azafatas del Boeing 767 con destino a
Londres makes a double check de la
comodidad de los pasajeros. A dos de los 194 les tiene que recordar que las
bebidas se sirven una vez que el avión está en el aire. Está lleno de niños, y
todavía más de adolescentes, pero el cielo de otoño está claro como un vaso de
agua, y es lo suficientemente temprano como para que a todo el mundo le quede
algo de sueño… Son pocos teniendo en cuenta que es un viaje intercontinental,
pero los aviones necesitan volar. La mayoría parecen familias que vuelven de
sus vacaciones en el hemisferio sur, el resto parece bien acostumbrado a los
viajes aéreos, y a la primera clase.
Si bien Lucrecia lleva tres años trabajando
de azafata todavía se alegra cada vez que un niño experimenta por primera vez
la fascinación de volar. Tocar la ventanilla como si se quisiera acariciar las
nubes… Una de sus compañeras le pide que se despabile, que despegaran en pocos
minutos. Es la misma que hace segundos hizo los anuncios pertinentes por el
altavoz. Pronto toma su posición junto a ella y se abrocha el cinto. Otra de sus
compañeras se hace la señal de la cruz, como de costumbre. La cuarta abre una
revista de chismes en un idioma que ella no reconoce.
La ascensión se da de mil maravillas y rápidamente
procede a servir las bebidas que le habían solicitado, sabiendo que no serían
las ultimas, por lo menos hasta que el sueño los venza. Revisa la cabina de
pilotos y uno de ellos pide un café. Una señora con dos nenas pide jugo de
naranja. Un anciano pide un almohadón. Tres nenes lloran en puntos distintos
del avión, como si compartieran su infortunio a gritos. Un adolescente que
viaja solo en primera clase pide ron, pero su cara no hace justicia a la edad
necesaria para tal demanda. Cinco de las catorce horas de vuelo transoceánico
pasan con turbulencia mínima, y salvo por algún llanto y algún que otro ebrio,
en cuasi perfecta tranquilidad.
Lucrecia va por la mitad de su libro de
poesía cuando escucha el agudo pitido sobre su asiento que señala que un
pasajero requiere de su atención. El pasajero es siempre uno de dos, y esta vez
ella tiene la obligación de señalarle al del asiento número 42 que será la
última bebida que se le sirve. Se levanta respirando hondo, toma el carrito
asegurado a un costado y atraviesa las cortinas rojas que demarcan el sector de
las azafatas. Se detiene recién cuando llega a su lado, intentando en vano
estirar su ceño fruncido. Cuando lo alcanza, con cierta malicia, primero
pregunta si el caballero desea lo mismo, y luego comienza a preparar el coctel,
dejando la información de que será el último para el momento en que le dé el
primer sorbo. El hombre apenas le dirige la mirada, hasta que el Mai Tai está servido…
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