Podría estar horas viéndola bailar. Ese
vestido de lunares se lo había regalado él. Le da un sorbito a su vino blanco. Había
estado varias semanas cuidando su figura para poder usarlo en ese cumpleaños. No
sabe cuántas veces lo planchó, pero le quedaba pintado. Él tenía puesta una
corbata de lunares para combinar. Mira su vaso. Le da otro sorbito. La música
es horrenda, pero le gusta verla feliz. Para variar.
Un hombre de la mesa de al lado que se dirige
al patio lo ve solo y le ofrece un cigarrillo toscano. Avanti. El declina cordialmente bromeando que el humo haría que se
le subiera el alcohol a la cabeza. El hombre ríe y le señala que recordaba
verlo fumando habanos. Él le explica que a ella no le gustaba. El hombre lo
entiende y tras mirar de reojo a su mesa continúa hacia el patio. Le da el
sorbito final a su vaso.
Hacía mucho que no la veía tan feliz. Siempre
tuvo mucha energía. El por otra parte… Mira de reojo la botella en el centro de
la mesa. Hace el esfuerzo de servirse agua. Le da un largo trago. El
cumpleañero también parece pasarlo bien. Hace rato que baila con su mujer, no
muy lejos de ella. Se le nota la transpiración en la espalda y la frente. Cincuenta
años. El tiempo se filtra entre los dedos como agua.
Una nena que no puede tener más de cinco años
se le acerca vergonzosa y le da un alambre de corcho. Dice que la mamá le dijo
que él sabía hacer hombrecitos de alambre, y señala a una mesa del otro lado de
la pista de baile. Una mujer le devuelve la sonrisa que se le escapa a él.
Agarra el alambre y le dice a la nena que mire atentamente. Lo desarma, lo
estira, lo dobla sobre sí mismo. Tiene dedos fuertes. Después se lo acomoda en
la mano de forma que queden tres curvas, la del medio pasando por su dedo medio.
Lo retuerce para hacer los brazos y la cabeza, y después dobla las puntas para
hacer las piernitas. La niña está encantada pero le resultaría casi imposible
emular el proceso aunque lo recordara. Antes de entregárselo toma una pequeña
flor amarilla de plástico del centro de mesa y le dobla el tallo para que sea
la cara del hombrecito. La nena rubia corre feliz a mostrárselo a su mamá.
Ella sigue bailando. Y el recuerda porque se
casaron. Ella hace que esa música horrible no sea tan mala, moviendo sus piecitos
de un lado para otro. Una pareja se acerca a la mesa y se despide. Él les
pregunta porque se van tan temprano y ellos le responden que los chicos se
están muriendo de sueño. El agrega que fue un placer verlos, y que no duden en pasar
a visitarlo cuando vuelvan a pasar por la ciudad. Ojerosos pero felices los
cuatro interrumpen brevemente al cumpleañero para despedirse y desaparecen en
la noche, todos de la mano. Que daría por volver a vivir eso. Porque ella recuperara
algo de esa felicidad. Héctor se termina el agua de un trago, se levanta y tira
el bastón: ¡se acordó de que la ama! ¡Qué mejor lugar para recordárselo que en el
cumpleaños de su hijo! Agarra una flor roja del centro de mesa y corre hacia
ella. Helena lo ve venir sorprendida y él le pide permiso a su pareja de baile
(su nieto de siete) para bailar esa pieza. Después le pone la flor en el pelo,
y empieza a mover los pies lo mejor que puede. Helena le devuelve la sonrisa
con un abrazo que pone en evidencia su pequeñez en relación a la mole de su
marido. Héctor le da un beso y su hijo mayor inicia un aplauso que pronto se
contagia a toda la habitación. Qué vergüenza… al día siguiente todo el mundo alabaría
el vestido y el matrimonio de “La Helenita”, en ese orden.
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