Ir al contenido principal

Monólogo de ausencia

- Anton y León se llaman mis hijos. (Dice mientras enumera con los dedos mirando al público)
- Anton es el más grande. Creo que está por cumplir treinta… (Se mira los pies)
- Hacía 15 años que no lo veía. (Mira a la derecha como si quisiera empezar a andar y recuerda)
- Los dos son igualitos a la madre. Lucrecia. ¡Que bombón era Lucrecia! Capas que ahora no la reconozco… y a los chicos menos. (Camina pesadamente algunos pasos hacia la derecha)
- Fue un matrimonio complicado, va, ni siquiera nos casamos. (Abre los ojos y traga)
- Y ella quería tanto ser mamá. (Respira)
- Éramos pibes cuando la conocí. Anton nació cuando ella tenía dieciocho… ¡Me acuerdo de los panzona que estaba! ¡Ella que había sido siempre flaquita! (Pausa) (Se pasa una mano por el rostro)
- Pero no me acuerdo de la cara de los chicos. (Camina hacia la izquierda mirándose los pies)
- De casualidad agarré un taxi a la salida del aeropuerto. Recién amanecía y yo ya estaba hecho pelota. (Se pasa la mano por el cuello, bajo la solapa del traje)
- Estaba hecho un estúpido. ¡Quince años y lo primero que hice cuando llegué al café fue llorar a moco tendido frente a dos extraños! (Se toma la cara con ambas manos) (Se agarra la corbata y grita)
- ¡Esto! ¡Esto me cagó la vida! (Se saca la corbata y la tira con todas sus fuerzas) (Respira agitadamente y levanta el brazo izquierdo como señalando con la mano)
- ¡Me tuve que presentar! ¡Lucrecia no les había contado nada! (Se desabrocha el cuello de la camisa) (Camina pesadamente hacia la derecha)
- León se fue apenas terminó el café. Tenía cosas que hacer… (Pausa)
- Anton se quedó hasta el mediodía, casi mudo. Le expliqué (se quiebra la voz), le explique lo mejor que pude lo de mi laburo, mi enfermedad y las deudas. (Respira, manos en los bolsillos, mira hacia arriba)
- Y le pregunté por la madre. (Respira, se pone la mano derecha en el pecho)
- Lucrecia había fallecido hacía cinco años…
- A lo que yo le había huido hacía quince a ella la alcanzó en diez. (Camina hacia la izquierda nuevamente)
- Terminamos el segundo café en silencio. Cuando nos despedimos lo tuve que abrazar. (Abre los brazos en el aire)
- La segunda vez que los vi fue desde el asiento del avión… (Se apagan las luces) (Sale rápidamente del escenario) (Se prenden las luces)

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Rave

To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

                                                                                                                                                                                                                            To Percy, light upon his waterbed.     I’m the Scorpion King.   Beware, not the Camel King, nor, albeit my rattling ways, a snakish one.   My reign is a desolate wasteland which I, myself, have created. Where dumb-dumb  Ozymandiases  rust. Where mythologies go to die like an, oh so secretive, fart. Far away enough of people so they can pass quietly and unheard.   My reign is also of venom: purulent, vicious. Highly alcoholic melancholy, not of lethargic rest but instead breeder of anxious sleep, of bad poetry during late hours best served for onanistic endeavors.   ¡Behold the Scorpion King!   ¡Behold my drunkenness, ye mighty, and compare: the width of your temples to the size of my ding-dong!   Only one of them remains. Funny looking scorpion tail amidst ass and belly

También el jugador es prisionero

   Apoyó la mano sobre el mármol frío y sus dedos todavía húmedos dejaron cinco cicatrices translucidas. La tenue luz que se filtraba por la persiana a media asta cargaba el monoambiente de un gris que emulaba el de la mesada que acababa de rasgar. Afuera otro chaparrón veraniego parecía inevitable.   Un rayo de luz se dobló en su iris en el ángulo correcto como para, por una fracción de segundo, hacerlo alucinar un fantasma sentado en la silla de la computadora. Una tosca fotografía de él : pura silueta, puro recuerdo subconsciente del contacto de su piel. Lo corrió de su lugar y, todavía semidesnudo, se sentó a terminar de leer el poema de Ascasubi. El examen final que estaba preparando, y algunas otras cuestiones, lo tenían lo suficientemente ansioso como para haber necesitado aquella ducha en primer lugar. Toda la cosa le estaba llevando mucho más tiempo del que estaba dispuesto a reconocer y hacía relativamente poco que al amparo de la mitología borgiana sobre los cuchilleros h