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La receta

     La receta de pollo al disco enarbola la manuscrita del suegro del muchacho a la izquierda en la foto de la computadora. Escrita en papel madera, posiblemente un trozo de la bolsa en la que se comprara alguno de sus ingredientes, parece haber sido corregida varias veces. Sus proporciones han sido modificadas, quizás tras la difícil rememoración de una gastronomía estimativa. Su ubicación en ese cajón, en esa habitación, y no en la cocina, refuerza la suposición de que se la ha ganado a fuerza de confianza a quien no la revelara con facilidad, posiblemente tratándose de una receta familiar o de un plato sobresaliente. Puede irse más lejos y pensarse que aquella misma mano que la escribiera lo habría hecho por culpa, tras fracturar la pipa prestada por forzarla a una combustión excesiva.

Los dados

    Los dados son poliedros lúdicos y caprichosos como los juegos de mesa dispares de los que han sido tomados, sin duda debiéndose a ello la diferencia en sus tamaños. De tez blanca y llenos de lunares han rodado inseguros, de cara al destino, con más lentitud el más grande, más ágil el pequeño. A pesar de ello ambos comparten extremos redondeados, los mismos valores, y la tendencia de darle pequeñas alegrías a su dueño cuando trabajan en conjunto.      Ligados a aquel destino mayor que los hace girar, parecen completar el quinteto de un juego de Generala, quizás jugada en la sobremesa del asado al que también se llevara el conjunto de cuchillo y tenedor, o en el que se habría estrenado la receta ahora bajo ellos.

El conjunto para asado

   El conjunto para asado se ha hundido en la carne cocida de numerosas bestias. Tanto el cuchillo como el tenedor bidente han sido las herramientas con las que se saciara el capricho por la carne, principalmente vacuna pero también porcina, ovina y caprina. Carne que el propietario de los utensilios viera, en una ocasión, morir él mismo en un matadero automatizado, que por automatizado la resultara aún más nefasto que el de Echeverría, pero que aun así no le quitara el hambre. La hoja del cuchillo, con el filo aun listo para lacerar, demuestra el paso del tiempo y el afilamiento en la perdida de volumen sobre el principio del mango, como si la falta de uso lo hubiese dejado a él mismo famélico de acero inoxidable. El tenedor en cambio es más difícil de descifrar, quizás por cumplir un papel relativamente secundario. Sus dos dientes han cumplido con la tarea de punzar la carne y devolverla a la parrilla cuando la transpiración de la sangre superara la expectación de un buen cocido, p

El segundo cajón

El segundo cajón solo es significativo por su contenido. Además del mazo de cartas, prolijamente ubicado a la diestra de quien lo inspeccionara tras tirar de la manija plateada, una serie de objetos saltan a la vista: un conjunto de cuchillo y tenedor para asado con las iniciales J.L.B., dos dados de diferentes tamaños sobre un papel con una receta para pollo al disco, una pipa de madera quebrada a la mitad, un revolver calibre treinta y ocho, y un sacacorchos con la punta pintada con una gota de sangre. Por sí mismo el cajón no es más que un acaramelado vacío rectangular, cuya pequeña manija plateada, a modo de moño, lo hace parecer la caja de un regalo envuelto en papel color crema. Y quizás sea su verdadera función, más que proteger los objetos que conviven forzosamente dentro de él, regalar ese vacío de sentido a la mirada intrusa que busca comprender el todo por las partes. Vacío dulce que da lugar a una explosión de sentidos posibles que nunca se detendrá verdaderamente. 

El mazo de cartas

El mazo de cartas españolas esta considerablemente en buen estado, todavía en su caja original, allí en el segundo cajón del modular. De las cincuenta cartas solo los comodines, nueves y ochos escapan al humo de habano que se ha acumulado en los márgenes, y de los dobleces paulatinos de sus esquinas, pero ninguna de las marcas en sus lomos, nacidas de los reiterados intentos de conferirles un azar pasajero. A pesar de ello los ojos que solieran repartirlas sobre la mesita de vidrio se han esmerado en ignorar tales cicatrices delatoras, llevando a cabo un dulce olvido al momento de ver la mano enemiga. Su dorso barroco en tonos escarlata ha sido jugado en todos los juegos imaginables y aun así han aburrido a la mano que las dispensara. Por ello han terminado encerradas en la monótona oscuridad de ese cajón una vez perdida la incertidumbre que las definiera, y solo han servido para recordar a dos reinas, una real y una imaginada, vestida la primera de blanco y la segunda también de es

El potus

    El potus es el brote trasplantado de una planta de más de cincuenta años, que nunca alcanzó la madurez. Amarillo y retorcido allí en la esquina de la habitación, recuerda que se lo regó por última vez con el agua helada de tres hielos olvidados en un vaso de whisky, sin poder precisar cuando. Y aun así continua aferrándose a su pseudo existencia, como hacen todas las cosas que nunca dejan de ser salvajes.        La tierra donde se hundían las raíces se ha resecado como sangre coagulada, y las hojas han bajado la cabeza, como deslizándose en un último intento final hacía la tierra inalcanzable bajo la alfombra, el parquet y el cemento. Pero el potus, testarudo por naturaleza, se niega a aceptar la derrota inefable, e intenta, lo mejor que puede, pelear por mantener su verdor contra el paso del tiempo y el hambre, que con el mismo color amarillo viejo del mazo de cartas en el modular, se come sus hojas una a una sin posibilidad de retruco. 

Los cuadros

Los cuadros presentan motivos dispares, como las alturas a las que están colocados. El de la izquierda, el más bajo y cercano al perchero, cargado de tonos azules y dorados, es un viejo barco en una playa lejana, como visto desde mar adentro con el sol detrás. Por sobre el barco oxidado parece flotar estática una bandada de gaviotas, o la intuición de una bandada de gaviotas en la distancia, en nueve aladas pinceladas para quien se detuviera a contarlas, sin orden aparente, y sin contar las tres que descansan sobre el barco. El cuadro de la derecha, ubicado contiguo al anterior pero con la base a la altura de la playa, es por el contrario mayormente verde y marrón. Representa lo que parece un bosque de bambúes, indistinguibles entre sí y por lo tanto incontables, apartados a los lados por un camino de piedras que invita a ser transitado con la mirada. Las piedras del camino encajan unas con otras contra la tierra desnuda hasta desaparecer en una curva en la distancia, cruzadas alt

El pincel

El pincel pertenece a la mujer de quien frecuentara la habitación. Símil a ésta, es largo y oscuro, de un trazo fino acostumbrado a seguir siempre las líneas de algún boceto, tan leve en la mano que en ocasiones la hace temblar cuando se busca la precisión, pero siempre prolijo en su trabajo. Acostumbrado al lienzo en blanco el pincel lleva una corona negra, cual recuerdo del último acrílico en ser usado. Corona robada al descuido, la duda o el olvido. Quien observara alguno de los dos cuadros que se exhiben contiguos en la pared junto al perchero de pie, notaría que se ha utilizado ese mismo pincel para firmarlos y que, juzgando por las fechas bajo la renegrida firma, su producción ha cesado hace tiempo.

El portalápices

El portalápices está casi vacío. Bajo la esquina superior izquierda de la biblioteca de ébano pasa desapercibido en su negrura, salvo por el girasol de juguete. Sin contar a este, solo se asoman por el borde de su cuerpo cilíndrico un lápiz sin punta y un pincel delgadísimo, ambos entregados al olvido. En contraste su fondo esta abarrotado de pequeños objetos que se repliegan desordenadamente sobre sí mismos cada vez que el portalápices estorba la salida de un libro. Una moneda de peso mexicano del 86’, una ficha de póker color morado, un llavero con la imagen del vaticano, cuatro clips de diferentes colores y tres banditas elásticas son el total de su población estable, sin contar las idas y vueltas del anillo de bodas que ahora descansa en la billetera. Cíclicamente todos serán olvidados, hasta que el girasol atraiga, como un faro, otro par de ojos a punto de naufragar.  

5 minutos

Escuchó la primera campanada al empezar el último párrafo. Dejó flotar el libro con delicadeza, medio abierto en la página señalada, en el centro del rayo antigravedad a un lado de su altísimo lecho. Apenas tocó el frío piso de metálico pálido se desperezó, cerrando con fuerza ambos ojos, y el de la garganta. Pronto se puso el traje anticorrosión y salió al cuarto de descompresión, tan solo algunas habitaciones más allá del depósito, que era suyo. Settler 55-2-4 brillaba en la distancia, rojo y rechoncho como cualquier estrella de esa edad, ocupando gran parte del cielo.  Una vez pasados cinco minutos y lista la sala de descompresión, Anton, como se llamara el minero y único tripulante de la nave, presiona con uno de sus larguísimos dedos un botón con la forma de un guante plateado sobre un fondo rojo. Único botón de la humilde sala, en apariencia vacía. Otro rayo antigravedad surge del piso de la bóveda. Este se abre dejando entrever lo que parecen cañerías, o cables sumamente grue

El girasol

El girasol es en realidad un juguete de plástico, mucho más viejo que la foto tomada en la ruta. Alzando su rígida cabellera por sobre el portalápices que adorna la biblioteca de ébano, parece espiar el mundo exterior. Su cabeza es marrón, representando una serie de puntos negros dispuestos en círculos sus semillas, unos dentro de otros. Sus pétalos son redondeados en las puntas y su tallo corto, con apenas dos hojitas saliendo de él a diferentes alturas, también redondeadas. A pesar de su artificialidad, o justamente por ella, parece corresponderse con la imagen mental que podría tener un niño de cualquier girasol. Su humilde tamaño y el círculo de plástico verde que ocupa el lugar de sus raíces hacen pensar que perteneció a un juguete o serie de juguetes mucho más amplio, que se ha pedido. Quizás como la mano que lo utilizó, pequeña mano cuya infancia es para alguien más eterna a través del plástico. 

La computadora

La computadora es una laptop con más de un lustro. Quien la encendiera tendría como fondo de pantalla la foto de dos hombres jóvenes y una adolescente abrazados, frente a lo que pareciera el alambrado de un campo de girasoles, a metros de una ruta poco transitada. Ahora apagada, doblada y vacía de información como las hojas en blanco, también la laptop se retrotrae a la oscuridad de su hibernación. Sus teclas habrían sido pulsadas no hace demasiado, puesto que aún se aprecian, brillantes, las huellas dactilares engrasadas que han dejado sucias las letras: E - D - N - U - O - P. Letras cuyas teclas habrían requerido fuerza extra para ser pulsadas, teniendo en cuenta el colchón de cenizas de cigarrillos que se entrevera entre ellas. No queda claro si las mismas han concluido una obra de ficción o un e-mail, pero puedo decirse con seguridad que quien las pulso estaba apresurado. 

La lapicera

La lapicera es negra como la tinta que derrama. Dicha tinta se ha mudado incontables veces, cargador tras cargador se ha colmado de la materia prima de la palabra escrita, entumeciendo dedos cuando las palabras fluyeran libremente, o mentes, cuando las palabras se acabaran. Y a pesar de los años la pequeñísima bolilla de wolframio que la deslizara sobre el papel podría continuar haciéndolo, si hubiese una mano dispuesta a esgrimirla. Dos líneas plateadas cruzan la lapicera en la mitad, formando dos anillos que delatan el punto en el que se separa, en el que se quiebra para exponer sus resortes, su cargador, su soporte, sus curvas internas. Pero de nada sirven ya, pues recostada sobre el escritorio, a un lado del cuaderno de notas y de las hojas en blanco, les es tan ajena como le ha sido a ella la mano que la usara para escribir, que preferiría por entonces el sonido del teclado por sobre el de su botón. 

La silla del escritorio

La silla del escritorio es en realidad una vieja silla de mesa. De madera de castaño, al contrario del roble del escritorio, está, en la parte del respaldo, ligeramente más encorvada hacia atrás de lo que debería. El asiento, por su parte, de cuero beige abotonado en los extremos, está en casi perfecto estado, como si el descanso continuo de culos sobre él lo hubiese mantenido joven a través del tiempo. La única herida es un corte minúsculo en el cuero casi en el borde la silla, como si un culo vestido de jeans se hubiese levantado de golpe hace muchos años, expectante. O quizás como si una mano de un niño,  hijo del propietario de aquel culo, hubiese punzado el cuero con una lapicera al quedar fuera de la vista de aquel, mientras ojeara un libro. En todo caso la vieja silla, al igual que la miniatura de la Torre Eiffel, es hija de un tiempo mejor. 

El cenicero

El cenicero es un círculo de mármol perfecto, con cuatro hendiduras como puntos cardinales. En dichas hendiduras se ha balanceado el vientre de los cigarrillos cuando ambas manos estaban ocupadas o, como fue común en este caso, cuando se requirió del tiempo para ojear fugazmente un libro. En íntima relación con el cesto de la basura en el cual vomita el humo que no fue, y para el cual funciona de ceniciento intermediario, el cenicero no es más que tránsito: de la ceniza a la basura, del humo al pulmón. Cómodamente ubicado a la diestra de quien se sentara en la silla del escritorio, sabe que es uno más de una serie que cederá frente a las inclemencias de los calores ajenos. Y aun así la costra de cenizas que hace meses se va acumulando en él, molécula por molécula, y las últimas dos colillas que lo tienen por lugar de descanso final, son suficientes para darle sentido. 

SKYWALL IV

Mil novecientos treinta y nueve [1]   , cuatrocientos dieciocho años después de la caída de Skywall. El mayor Settler de la generación del treinta declara terminada la red de túneles subterráneos más grande que haya visto la humanidad, extendiéndose desde Dinamarca a Castilla y desde Inglaterra a Nápoles. A esta altura la humanidad es prácticamente subterránea. Se han formado tres grandes ciudadelas, nombradas tras los tres ríos que cruzaban el Bearne francés, como los describiera el último Settler que peleara tras la caída: Nivelle, Garona y Adur. Formando un triángulo equilátero con sus puntas en el reino de Francia, el Imperio Romano Germánico y Bosnia, respectivamente, encerraría la geometría básica de las últimas grandes migraciones humanas. Esa misma humanidad ha sobrevivido de las entrañas de la tierra y la ha explotado intentado recuperar su antigua vida, envenenándose sin saberlo en el proceso. Punzando los ríos subterráneos como antes los Reds lo hicieron con sus venas, ha

La caja de habanos

La caja de habanos tiene grabado en la tapa el rostro de una mujer risueña, rodeada de flores. En su interior dos habanos y medio descansan en el fondo, desordenados presumiblemente por el movimiento de la caja. Esta habría contenido doce de ellos, seis sobre seis, dispuestos horizontalmente entre las dos delgadas placas de madera que componen su fondo y su tapa. El medio habano ha dejado, tras girar sobre sí mismo, una delgadísima aureola de ceniza en forma de arco. Mojada su punta encendida en agua (o quizás whisky) para su consumo posterior, parece haber tardado más de los esperado en secarse, y ante la prisa del consumidor, que optaría por un cigarrillo, ha sido devuelto bruscamente a la caja.   

SKYWALL III

El caos que le siguió a la caída del muro puso en evidencia la verdadera naturaleza de la humanidad. Aquella humanidad cuya civilización sostenía su moral sobre el delicado hilo de la religión, anhelante y temerosa de la muerte, perdió todo cuando perdió el paraíso. El primero en saberlo fue justamente el papa León X, que aquel fatídico año de mil quinientos veintiuno se quitó la vida sin pensarlo dos veces. Pasados diecisiete [1]  años desde que Hernán Cortés desatara el infierno, la humanidad finalmente habría unificado sus teologías, surgiendo los Reds, vestidos con el rojo de la sangre de los cardenales muertos. Fue necesaria la cuasi extinción para que los hombres vieran el mundo de la misma manera. Aquellos diecisiete años habrían visto un exterminio como ningún otro, matanzas inhumanas en las que una ciudad caía tras otra, y solo los poblados más aislados y remotos pasaban desapercibidas. En diecisiete años los espectros habían arrasado oriente desde el Pacífico, desaparecien

La miniatura de la Torre Eiffel

La miniatura de la Torre Eiffel es un recuerdo ajeno: fue el regalo de un hermano mayor, fallecido, pero que tuvo buena vida. Por ello permanece en el modular, a pesar de que una de sus patitas de bronce se ha abollado al usarla sus sobrinos como juguete. Desde el segundo estante, tras la puertita de vidrio, junto a una caja de habanos, la torre de bronce encierra una idea: la muerte del romanticismo. Quien tomara ocasionalmente un habano de la caja a su lado la observaría con una mezcla de temor y placer, y pensaría según su humor, al momento de encenderse con recuerdos propios, en su mujer o en su hermano. 

San Cayetano

Se acomodó los anteojos e intentó enfocar el rostro de la mujer que caminaba en su dirección. Era una mujer porque llevaba un largo vestido rojo, y porque tenía el pelo lo suficientemente largo para que le callera por los hombros. Había alzado el brazo, como si saludara a alguien. La distancia se acortaba y el seguía sin poder reconocerla, entorpeciendo sus ojos miopes la penumbra del atardecer. Y finalmente la tuvo en frente. No se conocían. Ella era una ferviente católica, y lo había detenido para preguntarle cómo se sentía con respecto a su vida. Como la mayoría de las charlas sobre religión que había tenido en su vida, y una vez constatado que no se trataba de ninguna compañera de primaria que lo sorprendía transformada en una mujer, el muchacho trató el tema con toda la indiferencia y sinceridad de la que fue capaz. La mujer de rojo, contra su ateísmo, como una madre que sonríe frente a un disparate de su niño, lo invitó a visitarla. Una vez los ojos miopes dejaron el escote so

El cuaderno de notas

El cuaderno de notas es nuevo. Decora el centro de la tapa una Torre Eiffel en relieve, gris contra el fondo negro. Sorprende la calidad de la reproducción, calidad que invita a acariciar la cubierta buscando el detalle, como si se tratara de una cicatriz. El resto es negrura y homogeneidad solo interrumpida por la marca del cuaderno, blanco platinada, centrada en la parte baja de la contratapa, y el anillado, blanquísimo, enrulado sobre sí mismo en los extremos por una mano acostumbrada a arrancar hojas. Esas hojas, al igual que las que oprimen sobre el escritorio, están hambrientas de signos, lo que da la impresión de que el cuaderno ya ha cumplido su función principal: el significar un nuevo comienzo, por lo que ya no tiene nada de especial. Y en realidad, al contrario de la miniatura de bronce que reluce al otro extremo de la habitación, el cuaderno de notas no tiene nada de francés. 

SKYWALL II

Subieron la bandera apenas la campana del castillo dejó de sonar. Los Wings tomaron posiciones y los Settlers movieron a resguardo a la agitada población. Corría el año mil quinientos veintiuno [1]  y el muro estaba lejos de estar terminado. Mientras los Wings cargaban los mosquetes intentando mantener la calma el general Wing y el mayor Settler se reunían a minutos de a costa, en las almenas del castillo de Beast, cuyas campanas acababan de sonar por las playas de la Bretaña francesa. Una nueva oleada de espectros chocaba contra el Skywall, mucho antes de lo que habían previsto. Corría el rumor de que la parte del muro de Portugal había cedido y de que los castellanos no tardarían en caer, engrosando las filas infernales hacia los pirineos y el mediterráneo. Los mayores Settlers de aquella región, algunos de los más experimentados, habían enviado por ayuda al norte, y ninguno de los mensajeros que habían mandado con respuestas había regresado. Entre los caídos estaban los dos hijos