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La lapicera

La lapicera es negra como la tinta que derrama. Dicha tinta se ha mudado incontables veces, cargador tras cargador se ha colmado de la materia prima de la palabra escrita, entumeciendo dedos cuando las palabras fluyeran libremente, o mentes, cuando las palabras se acabaran. Y a pesar de los años la pequeñísima bolilla de wolframio que la deslizara sobre el papel podría continuar haciéndolo, si hubiese una mano dispuesta a esgrimirla.
Dos líneas plateadas cruzan la lapicera en la mitad, formando dos anillos que delatan el punto en el que se separa, en el que se quiebra para exponer sus resortes, su cargador, su soporte, sus curvas internas. Pero de nada sirven ya, pues recostada sobre el escritorio, a un lado del cuaderno de notas y de las hojas en blanco, les es tan ajena como le ha sido a ella la mano que la usara para escribir, que preferiría por entonces el sonido del teclado por sobre el de su botón. 

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