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SKYWALL III

El caos que le siguió a la caída del muro puso en evidencia la verdadera naturaleza de la humanidad. Aquella humanidad cuya civilización sostenía su moral sobre el delicado hilo de la religión, anhelante y temerosa de la muerte, perdió todo cuando perdió el paraíso. El primero en saberlo fue justamente el papa León X, que aquel fatídico año de mil quinientos veintiuno se quitó la vida sin pensarlo dos veces.
Pasados diecisiete[1] años desde que Hernán Cortés desatara el infierno, la humanidad finalmente habría unificado sus teologías, surgiendo los Reds, vestidos con el rojo de la sangre de los cardenales muertos. Fue necesaria la cuasi extinción para que los hombres vieran el mundo de la misma manera. Aquellos diecisiete años habrían visto un exterminio como ningún otro, matanzas inhumanas en las que una ciudad caía tras otra, y solo los poblados más aislados y remotos pasaban desapercibidas. En diecisiete años los espectros habían arrasado oriente desde el Pacífico, desapareciendo sus milenarias culturas en un parpadeo.
Fue justamente un árabe, Abdul Alhazred, quien a través de sus estudios sobre demonología descubrió que la sangre de los muertos confundía a los espectros y los hacía atacarse entre sí. Desde entonces la secta sin dios de los Reds se dedicó a la ofensiva utilizando la sangre como materia prima, paradójicamente cercanos a las prácticas de la necromancía, hasta hacía poco fuertemente castigada en todo el mundo.
Esa nueva esperanza trajo consigo otros males, puesto que el hombre acorralado, cuando el miedo la sofoca, como cualquier otro animal, no teme sacrificar al otro si sabe que con ello se salvará a sí mismo. Poblaciones enteras en África fueron despojadas de sus vidas por esta nueva clase de vampiros. La sangre se transformó en moneda de cambio sobre el fin del mundo, por lo que los Reds también debieron hacerse cargo de las leyes que la regulaban. A todo crimen se le designó un castigo común: la habitación roja. Tras una venopunción lo suficientemente larga como para que el criminal quedara debilitado se lo encerraba en una habitación totalmente blanca, junto a quienes habían sido víctimas del crimen.
Pero este nuevo orden no duraría demasiado puesto que los Reds, si bien mucho más cercanos a los espectros que los Settlers y mucho más cuidadosos que los Wings, temían mucho más que cualquiera de los dos a la muerte con la que tenían contacta tan a menudo. Y tampoco podían más que retrasar lo inevitable. Por cada espectro que caía se necesitaban muchas más vidas humanas, y por cada litro de sangre robado a los muertos se corría el riesgo de propagar todo tipo de enfermedades.
Tras la muerte los hombres lo perdían todo, sus almas volaban a América para luego volver a cazar a los sobrevivientes, y sus cuerpos fallecidos eran exprimidos hasta la última gota, dejando en el mundo terrenal nada más que un cascaron vacío. Ese fue el caso de Alhazred, que murió despedazado por un monstruo invisible, en una plaza llena de gente, no mucho después de su descubrimiento, perseguido por su propia paranoia.



[1] Llegada de Hernán Cortes a América en 1504. 

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Rave

To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

                                                                                                                                                                                                                            To Percy, light upon his waterbed.     I’m the Scorpion King.   Beware, not the Camel King, nor, albeit my rattling ways, a snakish one.   My reign is a desolate wasteland which I, myself, have created. Where dumb-dumb  Ozymandiases  rust. Where mythologies go to die like an, oh so secretive, fart. Far away enough of people so they can pass quietly and unheard.   My reign is also of venom: purulent, vicious. Highly alcoholic melancholy, not of lethargic rest but instead breeder of anxious sleep, of bad poetry during late hours best served for onanistic endeavors.   ¡Behold the Scorpion King!   ¡Behold my drunkenness, ye mighty, and compare: the width of your temples to the size of my ding-dong!   Only one of them remains. Funny looking scorpion tail amidst ass and belly