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SKYWALL IV

Mil novecientos treinta y nueve[1] , cuatrocientos dieciocho años después de la caída de Skywall. El mayor Settler de la generación del treinta declara terminada la red de túneles subterráneos más grande que haya visto la humanidad, extendiéndose desde Dinamarca a Castilla y desde Inglaterra a Nápoles. A esta altura la humanidad es prácticamente subterránea. Se han formado tres grandes ciudadelas, nombradas tras los tres ríos que cruzaban el Bearne francés, como los describiera el último Settler que peleara tras la caída: Nivelle, Garona y Adur. Formando un triángulo equilátero con sus puntas en el reino de Francia, el Imperio Romano Germánico y Bosnia, respectivamente, encerraría la geometría básica de las últimas grandes migraciones humanas. Esa misma humanidad ha sobrevivido de las entrañas de la tierra y la ha explotado intentado recuperar su antigua vida, envenenándose sin saberlo en el proceso.
Punzando los ríos subterráneos como antes los Reds lo hicieron con sus venas, han creado, en cuatrocientos años, un imperio de calderas y máquinas de vapor, impulsadas por el carbón natural de minas cada vez más profundas. Pero el costo de tal imperio fue la muerte de muchos y la locura de otros tantos. Con una población total de no más de 15 millones bajo la superficie, una gran porción se ha vuelto salvaje, sucumbiendo frente al propio instinto de supervivencia con una fuerza que ni las habitaciones rojas ni los Armstrongs pudieran contener. Cruel presagio cumplido en nombre de la última fortaleza que nunca debieron abandonar.
A pesar de ello la población civilizada ha conseguido crecer en las ciudadelas abandonadas, a fuerza de valor y destreza tecnológica, enfocada ahora no en la sangre sino en la pólvora, capas de un fuego aún más ardiente que el de las hordas infernales. Bajo esa nueva esperanza sin miedo las tres grandes ciudades serían los últimos ejes hirvientes de una razón que tardaría poco en extinguirse. Y desde allí, desde Garona, partiría el bisnieto del último Wing hacia el fin del mundo, cansado de vigilar el horizonte desnudo, entre las incontables columnas de humo de los respiraderos y el sol sangrante en poniente.




[1] 1 de Septiembre, inicio de la Segunda Guerra Mundial. 

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Rave

To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

                                                                                                                                                                                                                            To Percy, light upon his waterbed.     I’m the Scorpion King.   Beware, not the Camel King, nor, albeit my rattling ways, a snakish one.   My reign is a desolate wasteland which I, myself, have created. Where dumb-dumb  Ozymandiases  rust. Where mythologies go to die like an, oh so secretive, fart. Far away enough of people so they can pass quietly and unheard.   My reign is also of venom: purulent, vicious. Highly alcoholic melancholy, not of lethargic rest but instead breeder of anxious sleep, of bad poetry during late hours best served for onanistic endeavors.   ¡Behold the Scorpion King!   ¡Behold my drunkenness, ye mighty, and compare: the width of your temples to the size of my ding-dong!   Only one of them remains. Funny looking scorpion tail amidst ass and belly