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Hélice

    El helicóptero caía como peso muerto, como una mosca interceptada a medio vuelo. Flotaba contra el fondo azul: caía en cámara lenta; hasta que se encontraba, casi con torpeza, con el techo de una mezquita. La explosión era lo de menos, en el helicóptero había alguien que estaba vivo y que dejaba de estarlo, y eso era lo que importaba. Ahí estaba el porqué de ver el video, la mezquita estaba vacía. Ahí estaba la viralidad en potencia, pero eso poco le importaba a los ojos de Anton. Para él no había franja de Gaza, ni medio oriente (cuya nómina de por sí le resultaba paradójica). Solo existía la plaza en la que disfrutaba de su música y el mercado chino en el que ganaba lo suficiente como para sobrevivir. Gaza no era un lugar separado de la propaganda antiterrorista yanqui. Los yanquis no eran sino a través de medios que exageraban las ideas de terrorismo y libertad. La página cuyo “link” había compartido una de las cajeras del mercado no era otra cosa que la propagación de una idea ajena por quien se autoproclamaba humanitaria, y que como cualquiera autoproclamada tal cosa, sentía la necesidad de demostrar su afiliación.
    Cuando la aceptación de la elección al aborto y el respeto a la homosexualidad son algo que se pone en práctica instintivamente no hay mejor revolución que el paso del tiempo. Cuando el helicóptero había quedado allá lejos, todavía colgado del cielo, Anton se planteaba si su atracción por dicha cajera estaba justificada. Lo hormonal nacía de lo cerebral y podía más, estaba claro.
    Apagó la computadora y se acostó, y no pasó demasiado hasta que una de sus propias hélices se encontró midiendo la fortaleza de su constitución contra la presión que implicaba la rotación de sus ideas: probablemente él mismo era un pelotudo. Curioso que sobrepensar fuera una de sus cualidades, cuando se consideraba a sí mismo completamente mediocre. ¿Por qué pensar a la cajera con tanta complejidad cuando podía simplemente comerle la boca? Pensarse a sí mismo sin cierta complejidad no era posible, ¿pero a una compañera de trabajo con buen culo? Se tomó el tiempo para preguntarse si estaba relajado. Estiró las piernas y después el abdomen y después los brazos. Trató de poner la mente tan blanca como el cielorraso. Probablemente el faso hablaba por él, pero al fin y al cabo: ¿no nos queremos voltear, sobre todo, a quienes se parecen a nosotros mismos? El pensamiento siguiente fue de esperarse, prácticamente un impulso, a lo que le siguió una noche dormida a medias, porque a la mañana los chinos serían reales. 

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