Hay
una insistencia patológica en la circularidad, en que nada quede inconcluso, en
no dejar nada a la imaginación, en un eterno retorno a las causas primigenias.
Nada es lo que no parece ser. Todo debe tener un sentido, como si se intentara
que la realidad lo tuviera. Todo lo útil al relato está remarcado con una línea
tan gruesa que la sorpresa final solo puede darse en las ultimas oraciones, y
en la cabeza del personaje (siempre principal). El pensamiento que se pretende
a sí mismo revelador remata los cuentos apurado, como haciendo fuerza para que
todo el resto tenga sentido. Y este es uno de los síntomas inequívocos de tener
realmente muy poco que decir. El otro es el desarrollo argumental
invariablemente mental. El mundo no se mueve, solo se disparan neuronas. El
personaje es generalmente un holgazán que debe moverse porque no tiene otra
opción, y aquello que busca no es más que la satisfacción de un vicio (whisky,
sexo, guita) y no deja lugar posible al lector para sentirse identificado más
allá de la superficie.
Esas
mentes paranoicas piensan cosas que nadie piensa, y siempre vuelven al punto de
partida, logrando nada o muy poco, y aún menos en el lector.
La
frase armada, el motivo y la metáfora se repiten hasta el cansancio, de forma
insoslayablemente evidente. El vestido rojo, el miedo al olvido, el tipo
contemplativo cuasi-paranoico, lleno de falsa esperanza y conceptos a medio
entender se gasta rápidamente. Esta recursividad funciona como burbujas,
perfectamente redondeadas, pero todas iguales, transparentes pero sin misterio más
que una momentánea tención superficial, todas con un claro origen común, pero
siempre el mismo, y todas tan pasajeras y devotas a su única labor que la vista
no volverá a ellas pasada la infancia.
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