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Conciencia en gris


   En cada una de las tres fotos había un rostro diferente devolviéndole la sonrisa a la niña tras el velo y a luz del flash. Era la hermanita menor quien los fotografiaba, haciendo uso del oficio aprendido por la parte paterna, y perpetuando a su vez el registro histórico familiar. En cada una de las fotos estaba uno de sus hermanos. Estas iban de mayor a menor de acuerdo con el tamaño del foco y las edades, por lo que la primera mostraba a un muchacho de vello facial incipiente, un poco encorvado y de nariz aguileña, que dejaba notar la sobreabundancia de su última respiración antes del disparo. Estaba apoyado sobre un sillón viejísimo que posiblemente hubiese pertenecido al padre de su madre, tan monocromático como lo mostraba la foto a él mismo.
   Con otro fogonazo de luz se le empañaron los ojos al hermano segundo, que con sus gruesos lentes miraba fijamente el lente único, intentando no transpirar el pequeño traje que vestía, sin el menor éxito. Sus manos se apretaban una a otra en su espalda, retorciendo apenas el pliegue de su camina. Era el único que tenía en mente la importancia de la aprobación materna de tal empresa fotográfica; emprendida a costo también del sueldo materno adquirido por la costura. También era el único que tenía granitos.
   La última foto era más pequeña que las otras dos. La hermanita, que operaba el aparato, la tomo recién cuando su padre le llamó la atención y descontinuo sus divertidos gestos hacia el hermano bebé. En un moisés color caramelo yacía un bebé regordete vestido con un conjunto en celeste, bordado a mano, cuyo tono de piel recordaba a la manteca recién hecha, al contrario del de su hermanita. Colgaba de su diminuto cuello un relicario en forma de herradura de caballo, con la foto monocromática de su abuelo paterno. El foco se disparó y el bebé irrumpió en llanto, sabiamente contenido por el gentil arrullo del padre.

   En su pequeño pero bien equipado taller de costura la madre cocía un conjunto rosa minúsculo, con sus zapatitos y pantaloncitos (lo suficientemente elásticos para vestir sobre el pañal), su chalequito y su gorrito. En la casa se necesitaba dinero, y pronto su hijo mayor partiría a trabajar en la capital. No necesitó hacer ningún esfuerzo para imaginare abuela primeriza de una niña.

   El padre la había dejado operar la cámara: ¡Saltaba de alegría! La niña se sentó en el taburete para escuchar, poniendo cara de seriedad para que su padre se apresurara, los detalles finales que le permitirían el dulce placer de hacer su magia. Lo había visto mil veces. Su padre era tan minucioso y exacto en las posturas y los tecnicismos como lo era de estricto en cuanto a su educación. Después de todo ella era una mujercita entre varones, y teniendo ello en mente debía esforzarse por mantener el protocolo que la ayudaría más tarde en vida, y de ser posible debía también superarlos en inteligencia.  

   En breve partiría a la capital: ¡Finalmente! A pesar de deberle todo a su padre y deberle el doble a su madre sentía en sus tripas que era hora de partir. Comenzar a ver el mundo como realmente era con los ojos de abogado que tanto le había costado conseguir. Dejar la casita en medio de aquel pueblucho y entrar a la fuerza en la metrópolis. Afianzarse en su profesión, conseguirse una pareja y quien sabe, quizás devolver las deudas en forma de nietos.

   Le picaban las axilas y hacia mucho que Carlita no iba a jugar. Seguro que entre los anteojos y los granos nadie alabaría la foto que estaban a punto de sacarle.

   El foco era enorme. El bebé no podía evitar pensar cómo se sentiría su perfecta redondez, por lo que, por supuesto, quería llevárselo a la boca. No entendía porque lo habían dejado de ese lado de la habitación, ¿porque estaban todo del otro? Pero todos lo miraban, así que estaba bien. Su hermana le hacía morisquetas. No es que ella no fuerza divertida, pero lo que él buscaba eran los aros que llevaba puestos, con los que, a pesar de la negativa paterna, su madre la había vestido para esa ocasión en especial. Justo antes de que el foco malo hiciera ruido le habían puesto algo en el cuello, pero eran tan largo que se le perdía más allá de su pancita abultada.

   Cuando llegaron a casa el segundo hermano estaba indefectiblemente empapado. El bebé se había dormido con el traqueteo de los caballos y el mayor estaba apurado. La niña había sostenido las tres fotos desparramadas en su regazo, y las había comparado. El pequeño y el segundo eran muy parecidos a papá, mientras que el mayor tenía la nariz inconfundible de mamá. Se lamentó de que solo fuese hija de parte del padre, y por lo tanto no pudiese tener su propia foto. Pero no había nada que hacer. Encontraron a la madre preparando la merienda.

   Había sido un éxito. Podía decirse que la niña tenía un talento natural. Y los chicos no lo habían hecho mal. Dentro de unas horas oscurecería, y haría fresco, así que habría que prender el hogar. Quizás unos mates con galletitas antes de ir al cementerio como todos los años para esa fecha.

   Merendaron con ganas. Café con leche para los niños, mate para el mayor y los padres, y media mamadera para el bebé. La madre estaba contenta, tres fotos más se sumaban al álbum familiar que había empezado a narrar en imágenes el crecimiento de sus hijos, con el primogénito, desde hacía ya veintinueve años. El último había sido una sorpresa, pero por lo menos tenía la seguridad de que era suyo… Estas fechas siempre la ponían susceptible.

   El abuelo paterno había fallecido hacía ya tres años. Era criador de caballos. Se había caído de un potro alzado cuando trato de domarlo para proteger a las crías, y no se había vuelto a levantar. El padre había decidido entonces que sus hijos no se dedicarían nunca a labores así. Ellos serían médicos y doctores, lejos de las bestias excitadas que podían cambiar la vida en un instante. O dar vida nueva.


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To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

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