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2 a 0

José Villareal fue el primero en salir de los vestuarios. Desde la tribuna baja pude ser que tenía los ojos empañados. El segundo gol lo había golpeado como un pelotazo en la jeta, pero el negro, orgulloso como él solo, salía a pique a poner la otra mejilla. Atrás salió el Perico Ojeda, secándose la nariz con la camiseta, pero el que me destrozó fue Rodriguito Astudillo, el pibe, el último en salir, empapado y tembleque, como si, obligado, se mandara a un paredón de fusilamiento.
Yo, un tipo en sus cincuentas, ya panzón de vino, guisos y glorias pasadas, que había visto pasar docenas de jugadores por Talleres de Córdoba, había estado en todos los dopartis de Primera, y que más de una vez había salido del estadio cagado a palos por callar a algún bolita, me estaba llorando la vida. Menos mal que no llevé a Martincito, mi pibe más chico.
Y largaron la bocha cuando sonó el silbato de entretiempo: la tocó Perico, el Goma, Perico, pase largo a Villareal hasta el área… y la mandó a la mierda uno de los defensores. El técnico, amigo mío de la primaria nocturna, no paraba de putear. Los del otro equipo (¡Mirá! ni me quiero acordar el nombre) estuvieron todo el partido acobachados, aguantando el dos a cero, y los tres pibes delanteros, marcados todo el tiempo, no podían hacer más que largar alguna patada a ver a quien volteaban. El Perico, mediocampista, no paraba de correr de un lado para el otro, persiguiendo ciego la bocha, y eso que se escuchaba al técnico gritándole que aflojara.
Nuestra tribuna estaba muertísima. Todos estábamos agarrándonos las caras o garceando con la sequedad de garganta que solo podía dar la fé perdida. Con este dos a cero Talleres se iba a la B, ¡a la B! después de diez años de rompernos el culo entre los primeros. ¡Y nos volteaban estos yoruguas! Me planté y arranqué a cantar, no me importaba nada. Me siguieron los pibes que tenía al lado y de a poco se fueron sumando los de arriba. Rodriguito nos escuchó, que seguía con la mirada la pelota trabada en media cancha, y arrancó a picar.
Media hora del segundo tiempo y teníamos la redonda. El canto subía y bajaba cada vez que la bocha iba del medio de la cancha al área rival. El Perico, Gómez, Gómez la cambia para el Goma, no llega el Goma, un pase, dos pases, la recupera Rodriguito, la revienta Rodriguito, Fernández, centro para Villareal. La tribuna entera se calla. La bocha va en cámara lenta al travesaño y el arquero la saca de una piña al córner. Los treinta y cinco minutos y el dos a cero le carcomen las tripas al Goma, que va a sacar apuradísimo. Se gira para la izquierda listo para darle comba con todo el cuerpo. La larga altísima para el otro lado del área, y saltan a cabecear dos defensores y el Polenta, que apenas había tocado la pelota. En la tribuna nos estamos arrancando los pelos, se nos viene la noche. El Polenta llega a cabecear pero le sale una masita y el arquero la patea como un caballo para afuera, casi a media cancha. Al suspiro de la tribuna le sigue el canto más estridente que escuché en mi vida. Rodriguito se viene desde el fondo para sacar. El Perico forcejea y el puto del mediocampista contrario le pone el cuerpo para que se le valla. Entonces la agarra y se planta. Hace tiempo… hace tiempo.
     Cuarenta y tres minutos y no paramos de putear. Se hace el gil hasta que el forro vendido del árbitro le pone amarilla. Recién entonces se la tira a los pies a otro de los suyos, y empiezan a tocarla para atrás. Un pase, dos pases, tres pases y se la roba Rodriguito. La planta, y sin respirar se juega a acercarla al área. Se la pone en los pies a Villareal, ¡a Villareal! El pibe la frena y la revienta con todo. El arquero se tira al palo derecho para manotearla pero la pelota le dobla los dedos.
Durante los próximos dos minutos (contando el complementario) el rival cambia al arquero y la retiene con el cuerpo y los toques cortos. El partido termina con Talleres de Córdoba descendiendo por el dos a uno, pero por los huevos que pusieron vale degollar un tetra con la hinchada triste. 

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Rave

To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

                                                                                                                                                                                                                            To Percy, light upon his waterbed.     I’m the Scorpion King.   Beware, not the Camel King, nor, albeit my rattling ways, a snakish one.   My reign is a desolate wasteland which I, myself, have created. Where dumb-dumb  Ozymandiases  rust. Where mythologies go to die like an, oh so secretive, fart. Far away enough of people so they can pass quietly and unheard.   My reign is also of venom: purulent, vicious. Highly alcoholic melancholy, not of lethargic rest but instead breeder of anxious sleep, of bad poetry during late hours best served for onanistic endeavors.   ¡Behold the Scorpion King!   ¡Behold my drunkenness, ye mighty, and compare: the width of your temples to the size of my ding-dong!   Only one of them remains. Funny looking scorpion tail amidst ass and belly