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l'art du déplacement

Propongo otra onírica teogonía, menos trágica y más fecunda en color y movimiento: tres sombras saltando en algún punto del vacío. Provienen del afuera a pesar de que siempre estuvieron allí, y son el retorno de sí mismas aunque nunca hayan existido. Saltan una al lado de la otra, cada una en el espacio que ocupan sus oscuros pies, que son lo único que se percibe contra el fondo negro. Esos pies que son principio sienten calor en las plantas. Sienten la fricción del suelo que todavía no es, y la ejercitación de sus minúsculos e impulsivos músculos las alienta a seguir saltando. Al saltar van adquiriendo materialidad: primero tobillos, delgados cimientos de esos dioses, luego pantorrillas, robustas de sangre de sombras, luego muslos, firmes depositarios del destino, y luego caderas, los oscuros pesebres de los niños no nacidos. Con cada salto crece el cuerpo y a la altura del pecho se oye el primer sonido: comienzan a percibir sus propias respiraciones.
Los torsos saltarines se sacuden y con un escalofrió surgen brazos de lánguida negrura. La respiración se espacia, como expectante. Los hombros sacuden los brazos y estos bailan de alegría. Van de un lado para otro, ganando fuerza con cada flexión. Cierran los puños cuando sienten salir el calor de las puntas de sus negrísimos dedos y, como si golpearan tambores invisibles, aun saltando, siguen el ritmo de sus respiraciones. 
Entonces todo se detiene, respiración, baile e incluso el salto, y los tres cuerpos caen a tierra: dos sobre la rodilla izquierda y uno sobre la derecha. El segundo sonido es el de la explosión en la que se concentra todo lo que será. La única parte que faltaba en los cuerpos de sombra surge en un instante. Sus rostros se alzan y sus nuevos ojos ven por una infinitésima fracción de segundo la oscuridad primigenia, y consiguen vislumbrar la explosión que sale de ellos mismos. Recién entonces, se hace la luz, que no es una sino tres, y es a la vez potencialmente todas. Las tres sombras, ahora completas, se disparan. Corren creando y deformando espacio y tiempo, pues son las esencias primarias: Taquión el Rojo, Tardión el Amarillo, y Luxón el Azul. La respiración reaparece transformada en energía. Corren en todas direcciones enervadas por el propio movimiento de la carne. Todas a distintas velocidades, girando sobre sí mismas, superándose y retrasándose, pero sin tocarse. Al tercer movimiento se escucha la música de sus vorágines electrizadas: son particular cargadas que palpitan en sintonía. Por la vertiginosa aceleración de sus cuerpos dejan rastros de si tras ellas y aunque buscan frenéticas el horizonte de la negrura originaria, sus caminos se mezclan con los de sus hermanas a medida que avanzan, y crean sin quererlo colores nuevos que las confunden. Entonces se aceleran aún más. Son estrellas fugaces que reniegan de la gravitación que las condena. Saltan y giran y saltan y corren. Pero a medida que la materia gana color ellas perderán energía, y Luxón tendrá la mala idea de robársela a sus hermanas. Recién entonces el universo se enfriará e intentarán reencontrarse, desmemoriadas, en la oscuridad. 

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