La luz que se filtra por las pequeñas
ventanas forma columnas que cortan el ambiente, de otra forma penumbroso, de un
cine abandonado. Un puñado de vacilantes notas de violín surcan el aire, repitiéndose
una y otra vez. Una puerta se abre y la luz hace patente el desplazamiento del
polvo. El violín sigue tocando unos instantes, ajeno a la nueva presencia, pero
no tarda en callar abruptamente. Desde el fondo del cine, donde la luz apenas
llega, se escucha un golpe y un insulto en un idioma irreconocible. Quién ha
entrado señala que le han indicado que hablara por alguien llamado Masamune. Una
voz que no puede pertenecer más que a un niño señala que puede acercarse. El
visitante recorre la parte delantera del cine desde la derecha, atravesando las
columnas, y se sorprende por la cantidad de objetos disimiles que hay regados
por sobre las butacas: pinturas, relojes, adornos de bronce, espadas y palos de
golf de los más diversos tamaños, flores de plástico, vasijas, animales
disecados, y lo que parecen varios colmillos de elefante, entre muchas otras
cosas.
Cuando llega al centro del corredor entre las
butacas se le ordena que se detenga. Desde las sombras se le acerca una máscara
de dragón japonés, vestida por un niño de negro. Este levanta la mano enseñando
un anillo de oro con una joya del tamaño de su pulgar incrustada en el centro.
Dice un precio y el visitante se saca del bolsillo el dinero que claramente
tenía ya preparado. Sin saber que pensar se lo entrega y recibe el anillo, y rápidamente
recorre el surco sin polvo hacia la puerta. Masamune lo detiene en seco justo
cuando está por salir. La luz deja ver sus ojos abiertos de par en par. La
cantidad de dinero es la acordada, ha sido un placer hacer negocios con él,
puede irse. Inmediatamente después el violín vuelve a sonar, con el trabajo que
le costó robarlo más vale que aprenda alguna sonata memorable.
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