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Millennial 18 (Ferdinand II)

La catástrofe climática lo encontró en pésimas condiciones. Su paso por la ciudad, que no debía durar más de un fin de semana, se había transformado en una semana completa. Y no podía evitar pensarlo como algún tipo de castigo divino: lo que lo había llevado a Connecticut había sido la puesta en venta de una casa que había pertenecido hasta hacía algunos meses a una vieja tía suya, hogar humilde que por su ubicación valdría buen dinero, pero que de un momento a otro se había convertido en su prisión.
No había pasado mucho antes de que el frío se comenzara a filtrar hacía dentro. Los meses que había permanecido desocupada habían sido suficientes para que no quedara en ella nada de valor que no hubiesen tomado sus primos: ni relojes ni fotos, ni platería ni adornos de bronce, ni gas ni luz. El primer día descubrió que lo único que todavía funcionaba era la canilla de la cocina, de la que salía un agua tan helada que le hacía doler los dientes. Lo descubrió al volver apuradamente sobre sus pasos en dirección a la estación de trenes, cuando había creído que se le caerían las orejas. Varios miembros agarrotados e intentos de libertad fútiles después, él y su testarudez cayeron en el único sillón que quedaba en el living room (el que no se habían llevado porque en él había fallecido su tío). Un brevísimo recuento de inventario dio en dos chicles de nicotina, media utterly disgusting barra de cereal, una lata de ananá olvidada en lo más hondo del bajo mesadas y “ni hablar de comer de la bolsa de alimento para gatos”. Lo último lo pensó hasta la noche del día siguiente. 

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