La
catástrofe climática lo encontró en pésimas condiciones. Su paso por la ciudad,
que no debía durar más de un fin de semana, se había transformado en una semana
completa. Y no podía evitar pensarlo como algún tipo de castigo divino: lo que
lo había llevado a Connecticut había
sido la puesta en venta de una casa que había pertenecido hasta hacía algunos
meses a una vieja tía suya, hogar humilde que por su ubicación valdría buen
dinero, pero que de un momento a otro se había convertido en su prisión.
No
había pasado mucho antes de que el frío se comenzara a filtrar hacía dentro. Los
meses que había permanecido desocupada habían sido suficientes para que no
quedara en ella nada de valor que no hubiesen tomado sus primos: ni relojes ni
fotos, ni platería ni adornos de bronce, ni gas ni luz. El primer día descubrió
que lo único que todavía funcionaba era la canilla de la cocina, de
la que salía un agua tan helada que le hacía doler los dientes. Lo descubrió al
volver apuradamente sobre sus pasos en dirección a la estación de trenes, cuando
había creído que se le caerían las orejas. Varios miembros agarrotados e
intentos de libertad fútiles después, él y su testarudez cayeron en el único sillón
que quedaba en el living room (el que
no se habían llevado porque en él había fallecido su tío). Un brevísimo recuento
de inventario dio en dos chicles de nicotina, media utterly disgusting barra
de cereal, una lata de ananá olvidada en lo más hondo del bajo mesadas y “ni
hablar de comer de la bolsa de alimento para gatos”. Lo último lo pensó hasta
la noche del día siguiente.
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