Vuelve a subirse a la caja de la camioneta y reza
porque sus avejentadas entrañas metálicas soporten al menos una fracción del
resto del viaje. El óxido y la pintura roja se mesclan en los ojos de los dos
buitres a los que les han llamado la atención, al tomar velocidad. Pronto
vuelven a zambullirse en la única ruta que atraviesa ese desierto espinoso, in a perfectly straight line.
El sol hiere los ojos, y el aire que desplaza
la camioneta la hace llorar, pero aun así ella prefiere viajar en la caja,
aunque lo tenga que hacer mirándose los pies. De todas formas no habría
demasiado que ver: cactus enanos, arena y tierra, rocas, como mucho algún
animalito demasiado temeroso como para ser apreciado por más de unos segundos a
la vez.
Sí se esfuerza por mirar hacia el costado
puede ver dentro: una de sus amigas y su novio van adelante, Gabriel es el que
maneja. Su otra amiga va dormida en el asiento de atrás, disfrutando hasta el
último centímetro del lugar que le dejó ella al pasarse a la caja. La mirada se
le detiene unos instantes en su cabeza dormida, pero hace tiempo que ha
desistido de contar la cantidad de colores que tiene su pelo.
Se saca las alpargatas al sentir que le
transpiran los pies. La sombra que proyecta la camioneta ha cedido lo
suficiente como para que el sol le dé directamente en las piernas, por eso al
estirarlas el calor del hierro le hace levantar los talones, antes de apoyarlos
de forma definitiva. Siempre le habían gustado sus pies. Su mamá le decía que
tenía “arco de bailarina”, o algo por el estilo.
Con el sol por delante puede ver mejor la
ruta que van dejando atrás. La línea que forma se pierde en un horizonte
maculado de espejismos, y ella se pregunta cuál será la temperatura del
asfalto. ¿Quiénes habrán sido los desafortunados que tuvieron que dibujar en
medio de esa ruta la línea blanca que separa los carriles? Los únicos otros
seres vivos que se han cruzado desde los buitres (hace ya una hora) han sido
una pareja de gruesos motoqueros que iban en la dirección contraria. Cuando
casi puede sentir la transpiración entre la espalda del conductor y el pecho de
la chica con bandana que lo acompañaba unos golpecitos le llaman la atención
desde el interior de la camioneta. Su amiga de pelo multicolor le señala una
botella de tequila en su mano izquierda, pero ella niega apretando las cejas.
Su amiga responde con un largo sorbo cuyo final no llega a ver al volver a
girarse. El punto de ir a The Island
es emborracharse en paz, no llegar ya wasted.
Un soplido de viento arenoso le hace cuestionar la practicidad de ir tan lejos
únicamente para emborracharse, pero la consuela la idea de que parte del
atractivo de escapar a la realidad implica necesariamente que sea difícil. Si
considera que el viaje y la estancia son un regalo de Gabriel a su novia, nunca
tuvo nada que perder. Media hora después se dará cuenta de que el tequila era
lo único que tenían para tomar en cien kilómetros a la redonda.
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