Dentro de una bolsa de plástico un pan dulce (godly delight) comprado en oferta
comienza a secarse. También lo hacen los labios de un bebé a menos de una
cuadra, que está a punto de llorar. Su llanto llamará la atención de una
anciana experimentada en tener nietos, y le recordará la experiencia de ser
madre primeriza. Lo mismo habría recordado Hannah Ayscough en 1646, al mandar a
su hijo de tres años a vivir con su abuela por mandato de su segundo marido. La
teoría corpuscular de la luz no sería entonces más que un sueño dentro de la
mente del pequeño. Esa misma teoría le ayudaría a entender a aquel otro niño
(bastante mayor que él) el origen del arcoíris que observaba ahora desde el
interior de un automóvil estacionado frente a una florería, si hubiese podido
comprenderla.
Algunos crisantemos de los colores del fuego
esperarían ansiosamente ser envueltos en papel platinado y expuestos ante la
mirada solar de una enamorada que los agradeciera con un beso todavía más rojo.
El agua de una jarra usada como florero improvisado habría precipitado desde
una altura inimaginable para el hombre que se lavaba la cara en la casa de al
lado, más preocupado por la recesión continental de su línea de cabello. Un
peine azul eléctrico surcaría su coronilla en un gesto casi automático sin
efectos visibles, salvo que se observara el desplazamiento de la oleosidad de
su cuero cabelludo a través del sorely
guarded microscope que le regaló hace algunos años al hijo de su ex mujer.
En ese mismo momento ella estaría lamentando
el reiterado uso de tintura para el cabello al encontrar que lo estaba
perdiendo, pero su vanidad no le dejaría reconocerlo frente a su amiga, por lo
que al volver a tomar asiento para seguir su café procedería a atacar la figura
corporal de una amiga en común. La última gota del café moca frente a ella
caería por el borde de la taza seguido por ojos aburridos, color almendra. Una
servilleta manchada con labial volaría desde una mesa cercana a la puerta de la
confitería, alentada por el arremolinamiento de una tormenta insipiente.
Dejaría el lugar para ser vista por última vez por un transeúnte cabizbajo,
justo en el momento en que los labios se perdieran en el agua.
En un bolsillo de su saco lo último de su último
sueldo, y en el otro seis fichas de cien pesos para ser jugadas a la ruleta. Rota tu volubilis. Una vez más cree que
la suerte no se le escurrirá entre los dedos.
Newton comenzó a desarrollar su ley de
gravitación universal en 1666.
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