Los ojos que le devuelven la mirada son dos
abismos. En uno una serpiente muerde una manzana, en el otro un niño recibe una
bala plateada entre los ojos, con los brazos abiertos, como si hubiera
intentado detenerla abrazándola. La hierba alrededor de los abismos se ha
marchitado, intoxicada por químicos innombrables. Ahora negro ahora rojo, el
contorno de sus pupilas cambia en un ciclo inalterable de uno a otro. El negro
enmascara el rojo, pero el rojo simple vuelve a florecer, y a veces llega tan
lejos como a los labios, y los tiñe. Pero los labios una y otra vez quedan en
el filo de un vaso o se maculan del roce de otros químicos, y quieren ser
blancos frente al espejo y existir en el mismo plano que el niño pálido, lejos
de la serpiente devoramundos. Pero fallan. Las manos se los hacen saber.
La bala aparece una y otra vez dentro del
campo gris detrás de los ojos, volando azarosamente, descabezando flores una a
una. Desearía ser el último ser humano en sentir lo que sienten las flores, but in fact, she wants her pain to be
inflicted on others. She has gazed
for too long into the abyss: ha llegado a creer que la única resistencia
posible es saltar.
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