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Millennial 4 (La suicida)

Una mujer se tira de la terraza de un edificio. Set the world on fire. El edificio da a una avenida, la avenida tiene nombre de muerto, y pertenece a una pequeña ciudad blanca en un pequeño país argento.
La mujer está temblando, pero no sabe si hace frío. Por las nubes que acompañan su humor intuye que sí, pero no puede estar segura, envuelta como está en un poncho empapado en gasoil. Qué la ha arrastrado allí poco importa, lo importante es que se prende un cigarrillo y le da una pitada de labial corrido. Sus ojos son apenas dos puntos verdes tras las cortinas de rímel. We all know how we’re going to die baby.   
El cuerpo que nadie tiene la decencia de ver caer lo hace con la gracia de un fuego artificial, la única diferencia es que este fuego es el único que escucha su silbido, y es lo último que escucha. Nada de esa estupidez de que uno se desmaya al arrojarse al vacío (we’re gonna burn): ni siquiera envuelta en llamas puede cerrar los ojos. El verde da contra el gris y todo se vuelve rojo. La alquimia biológica siempre transmuta lo rosáceo en blanco o rojo, lo descompone en sus componentes básicos, y en este caso coexisten ambos.
El poncho se apaga más rápido de lo que hubiera querido; allí a pocos metros del surtidor de la estación de servicio. Tutti-fuckin-frutti. Tan rápido se apaga que un auto no tarda en rodar sobre la desarticulada mujer, y olvidado para siempre queda su plan de hacer explotar everything to shit. ¡Fuck!
Tras detener el impacto de una caída de once pisos con el mentón, lo único que le dedica quien acaba de arrollarla es un pisotón: el cigarrillo seguía prendido. Awful no es que la mujer se halla suicidado (cuanto debe odiarse alguien para no advertir que exagera en su mutually assured destruction), awful es que lo que quede en la mente del buzo sea que no fumó aquel cigarrillo. Apenas una pitada. Lo terrible es que lo que le quede en la memoria sea la desarticulación de una imagen estereotípica, y no la muerte de un personaje más humano que él mismo. If it ain’t dead it ain’t sexy. Las mujeres y los niños primero. 

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Rave

To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

                                                                                                                                                                                                                            To Percy, light upon his waterbed.     I’m the Scorpion King.   Beware, not the Camel King, nor, albeit my rattling ways, a snakish one.   My reign is a desolate wasteland which I, myself, have created. Where dumb-dumb  Ozymandiases  rust. Where mythologies go to die like an, oh so secretive, fart. Far away enough of people so they can pass quietly and unheard.   My reign is also of venom: purulent, vicious. Highly alcoholic melancholy, not of lethargic rest but instead breeder of anxious sleep, of bad poetry during late hours best served for onanistic endeavors.   ¡Behold the Scorpion King!   ¡Behold my drunkenness, ye mighty, and compare: the width of your temples to the size of my ding-dong!   Only one of them remains. Funny looking scorpion tail amidst ass and belly

También el jugador es prisionero

   Apoyó la mano sobre el mármol frío y sus dedos todavía húmedos dejaron cinco cicatrices translucidas. La tenue luz que se filtraba por la persiana a media asta cargaba el monoambiente de un gris que emulaba el de la mesada que acababa de rasgar. Afuera otro chaparrón veraniego parecía inevitable.   Un rayo de luz se dobló en su iris en el ángulo correcto como para, por una fracción de segundo, hacerlo alucinar un fantasma sentado en la silla de la computadora. Una tosca fotografía de él : pura silueta, puro recuerdo subconsciente del contacto de su piel. Lo corrió de su lugar y, todavía semidesnudo, se sentó a terminar de leer el poema de Ascasubi. El examen final que estaba preparando, y algunas otras cuestiones, lo tenían lo suficientemente ansioso como para haber necesitado aquella ducha en primer lugar. Toda la cosa le estaba llevando mucho más tiempo del que estaba dispuesto a reconocer y hacía relativamente poco que al amparo de la mitología borgiana sobre los cuchilleros h